de Julio Verne
Primera Parte
Capítulo XXIV: El reino de coral
(Fragmento)
Al día siguiente, me desperté con la cabeza singularmente
despejada, y vi con sorpresa que me hallaba en mi camarote. Mis compañeros
debían haber sido también reintegrados al suyo sin darse cuenta, como yo. Como
yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para desvelar el misterio, sólo podía
confiar en el azar de lo porvenir.
La idea de salir del camarote me llevó a preguntarme si me
hallaría preso o libre nuevamente. Libre por completo. Abrí la puerta, recorrí
los pasillos y subí la escalera central. Las escotillas, cerradas la víspera,
estaban abiertas. Llegué a la plataforma, donde ya estaban, esperándome, Ned y
Conseil. A mis preguntas respondieron diciendo que no sabían nada. Les había
sorprendido hallarse en su camarote, al despertarse de un pesado sueño que no
había dejado en ellos recuerdo alguno.
El Nautilus estaba tan tranquilo y tan misterioso como
siempre, navegando por la superficie de las olas a una marcha moderada. Nada
parecía haber cambiado a bordo.
Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No había
nada a la vista. El canadiense no señaló nada nuevo en el horizonte, ni vela ni
tierra.
Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en
largas olas, sometiendo al Nautilus a un sensible balanceo.
Tras haber renovado su aire, el Nautilus se sumergió a una
profundidad media de quince metros, al objeto, al parecer, de poder emerger
rápidamente a la superficie, operación que, contra toda costumbre, se practicó
en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de enero. En todas ellas, el
segundo subía a la plataforma y pronunciaba su frase habitual.
El capitán Nemo no apareció durante toda la mañana. El único
miembro de la tripulación a quien vi fue al steward, que me sirvió la comida
con su exactitud y mutismo de costumbre.
Hacia las dos de la tarde me hallaba en el salón, ocupado en
clasificar mis notas, cuando apareció el capitán. A mi saludo respondió con una
inclinación casi imperceptible, sin dirigirme la palabra. Volví a mi trabajo,
esperando que me diera quizá alguna explicación sobre los acontecimientos de la
noche anterior, pero no me dijo nada. Le miré. Su rostro denunciaba la fatiga,
sus ojos enrojecidos no habían sido refrescados por el sueño. Toda su fisonomía
expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y
venía, se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en
seguida, consultaba sus instrumentos sin tomar notas como solía, y parecía no
poder estar quieto ni un instante.
Al fin se acercó a mí y me dijo:
-¿Es usted médico, señor Aronnax?
Era tan inesperada su pregunta, que me quedé mirándole sin
responder.
-¿Es usted médico? -repitió-. Sé que algunos de sus colegas
han hecho estudios de medicina, como Gratiolet, Moquin Tandon y otros.
-En efecto -dije-. Soy médico y he practicado durante varios
años como interno de hospitales, antes de entrar en el Museo.
-Bien, muy bien.
Mi respuesta satisfizo evidentemente al capitán Nemo.
Ignorando cuáles pudieran ser sus intenciones, esperé que me
hiciera nuevas preguntas, reservándome para responderle según las
circunstancias.
-Señor Aronnax, ¿aceptaría usted asistir a uno de mis
hombres?
-¿Tiene usted un enfermo?
-Sí.
-Estoy a su disposición.
-Sígame.
Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo
una cierta conexión entre la enfermedad de uno de los tripulantes y los
acontecimientos de la víspera, y este misterio me preocupaba casi tanto como el
enfermo.
El capitán Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo
entrar en un camarote en el que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta
años de edad, de aspecto enérgico. Era un verdadero prototipo del anglosajón.
Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un enfermo,
sino un herido. Su cabeza, envuelta en vendajes sanguinolentos, reposaba sobre
una doble almohada. Le retiré el vendaje. El herido me miraba fijamente, sin
proferir una sola queja.
La herida era horrible. El cráneo, machacado por un
instrumento contundente, dejaba el cerebro al descubierto. La sustancia
cerebral había sufrido una profunda atrición y se habían producido unos
cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del vino. Había a
la vez contusión y conmocion cerebrales. La respiración del enfermo era lenta.
Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La
flegmasía cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad
y del movimiento.
El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a enfriarse
las extremidades del cuerpo. Comprendí que la muerte se acercaba sin que fuera
posible hacer nada por impedirlo. Tras haber vendado al herido, me dirigí al
capitán Nemo.
-¿Cómo se ha producido esta herida?
-¿Qué puede importar eso? -respondió evasivamente el
capitán-. Un choque del Nautílus ha roto una de las palancas de la maquinaria y ha herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo está?
Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:
-Puede usted hablar libremente. Este hombre no comprende el
francés.
Miré nuevamente al herido y respondí:
-Va a morir de aquí a dos horas.
-¿No hay nada que hacer?
-Nada.
Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y
cómo brotaban las lágrimas de sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para
llorar.
Durante algunos momentos seguí observando al agonizante,
cuya palidez iba aumentando bajo la luz eléctrica que iluminaba su lecho
mortal. Miraba su rostro inteligente, surcado de prematuras arrugas labradas
tal vez hacía tiempo por la desgracia, si no por la miseria.
Trataba de sorprender el secreto de su vida en las últimas
palabras que pudieran dejar escapar sus labios.
-Puede usted retirarse, señor Aronnax -me dijo el capitán
Nemo.
Dejé al capitán en el camarote del agonizante y volví al
mío, muy emocionado por aquella escena. Durante todo el día me sentí agitado
por siniestros presentimientos. Dormí mal aquella noche, y en los momentos de
duermevela creí oír lejanos suspiros, y algo así como una fúnebre salmodia.
¿Sería aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no podía
comprender?
Al día siguiente, por la mañana, cuando subí al puente hallé
allí al capitán Nemo. Nada más verme me dijo:
-Señor profesor, ¿desea hacer hoy una excursión submarina?
-¿Con mis compañeros?
-Si quieren.
-Estamos a sus órdenes, capitán.
-Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.
Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned
Land y a Conseil, a quienes participé la proposición del capitán Nemo. Conseil
se apresuró a aceptar y, esta vez, el canadiense se mostró muy dispuesto a
seguirnos.
Eran las ocho de la mañana. Media hora después estábamos ya
vestidos para ese nuevo paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y
de respiración. Se abrió la doble puerta, y, acompañados del capitán Nemo, al
que seguían doce hombres de la tripulación, pusimos el pie a una profundidad de
diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el Nautilus.
Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidentado, a
una profundidad de unas quince brazas. Aquel fondo difería mucho del que había
visitado durante mi primera excursión bajo las aguas del océano Pacífico. Ni
arena fina, ni praderas submarinas, ni bosques pelágicos. Reconocí
inmediatamente la maravillosa región a que nos conducía aquel día el capitán
Nemo. Era el reino del coral.
Entre los zoófltos y en la clase de los alcionarios figura
el orden de los gorgónidos, que incluye a las gorgonias, las isis y los
coralarios. Es a este último grupo al que pertenece el coral, curiosa sustancia
que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y animal.
Utilizada como remedio por los antiguos y como joya ornamental por los
modernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés
Peysonnel, data tan sólo de 1694.
El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos
entre sí por un polípero calcáreo y ramificado de naturaleza quebradiza. Estos
pólipos tienen un generador único que los produce por brotes. Su vida comunal
no les dispensa de tener una existencia propia. Es, pues, una especie de
socialismo natural.
Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso
zoófito que se mineraliza al arborizarse, según la muy atinada observación de
los naturalistas, y nada podía tener mayor interés para mí que visitar uno de
esos bosques petrificados que la naturaleza ha plantado en el fondo del mar.
Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, caminamos a lo
largo de un banco de coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a
cerrar un día esta zona del océano índico. El camino estaba bordeado de
inextricables espesuras formadas por el entrelazamiento de arbustos coronados
por florecillas de blancas corolas en forma de estrella. Pero a diferencia de
las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fijadas a las rocas del suelo,
se dirigían todas de arriba abajo.
La luz producía maravillosos efectos entre aquellos ramajes
tan vivamente coloreados. Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar
aquellos tubos membranosos y cilíndricos, que me ofrecían la tentación de coger
sus frescas corolas ornadas de delicados tentáculos, recién abiertas unas,
apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pasar como bandadas de
pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como
sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se
replegaban en sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el
«matorral» se transformaba en un bloque pétreo.
El azar me había puesto en presencia de una de las más
preciosas muestras de este zoófito. Aquel coral era tan valioso como el que se
pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las costas de Francia, Italia y del
Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos nombres de flor
y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.
El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el
kilogramo, y el que allí tenía ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un
gran número de joyeros. La preciosa materia, mezclada a menudo con otros
políperos, formaba esos conjuntos inextricables y compactos que se conocen con
el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admirables especímenes de
coral rosa.
Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las
formaciones arbóreas, abriéndose ante nosotros verdaderos sotos petrificados y
largas galerías de una arquitectura fantástica. El capitán Nemo se adentró por
una de ellas a lo largo de una suave pendiente que nos condujo a una
profundidad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces
mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las
pechinas que semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos.
Entre los arbustos de coral vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris
con ramificaciones articuladas, matojos de coralinas, unas verdes y otras
rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a las que los
naturalistas han alojado definitivamente, tras largas discusiones, en el reino
vegetal. Un pensador ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir
del cual la vida empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse
totalmente y todavía de su rudo punto de partida».
Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una
profundidad de unos trescientos metros, es decir, al límite extremo de la
formación del coral. Allí no existía ya ni el aislado «matorral» ni el
«bosquecillo» de monte bajo. Era el dominio del bosque inmenso, de las grandes
vegetaciones minerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por
guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban
sus matices de color y sus destellos fosforescentes. Andábamos fácilmente bajo
los altos ramajes perdidos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros
pies, las tubíporas, las meandrinas, las astreas, las fungias, las cariófilas,
formaban un tapiz de flores sembrado de gemas resplandecientes.
¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comunicar
nuestras sensaciones! ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio!
¡Vernos imposibilitados para comunicarnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir
la vida de esos peces que pueblan el líquido elemento, o mejor aún, la de esos
anfibios que, durante largo tiempo, pueden recorrer al albedrío de su antojo el
doble dominio de la tierra y del agua!
Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el
capitán Nemo se había detenido, con sus hombres formando semicírculo en torno
suyo. Fue entonces cuando me di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre
sus hombros un objeto de forma oblonga.
Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por
las altas concreciones arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas
proyectaban sobre ese espacio una especie de claridad crepuscular que alargaba
desmesuradamente nuestras sombras sobre el suelo. En los lindes del calvero la
oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro centelleo arrancado por
nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.
Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que
íbamos a asistir a una extraña escena. Observando el suelo, vi que en algunos
puntos se elevaba ligeramente en unas protuberancias de depósitos calcáreos
cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.
En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas
groseramente amontonadas, se erguía una cruz de coral cuyos largos brazos se
hubiera dicho estaban hechos de sangre petrificada.
A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres
y, a algunos pasos de la cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que
había desatado de su cinturón.
Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un cementerio,
el agujero, una tumba, y el objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había
muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo y los suyos habían venido a enterrar
a su compañero en esa última residencia común, en el fondo inaccesible del
océano! ¡No! ¡Nunca mi espíritu se había sentido tan sobrecogido como en aquel
momento! ¡Jamás me había sentido embargado por una emoción tan impresionante
como aquélla! ¡No quería ver lo que estaban viendo mis ojos!
Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresaltados,
huían los peces de aquí y de allá. Se oía resonar el hierro del pico sobre el
suelo calcáreo y de vez en cuando sobre algún sílex perdido en el fondo de las
aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y pronto se convirtió en una
fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.
Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en
un tejido de biso blanco, descendió a su húmeda tumba. El capitán Nemo, los
brazos cruzados sobre el pecho, y todos los demás, se arrodillaron en la
actitud de la plegaria... Mis dos compañeros y yo nos inclinamos
religiosamente. Se recubrió la tumba con los restos arrancados al suelo,
formando una ligera protuberancia.
El capitán Nemo y sus hombres se reincorporaron y,
acercándose a la tumba, extendieron sus manos en un gesto de suprema despedida.
La fúnebre comitiva emprendió entonces el camino de regreso
al Nautilus, bajo los arcos del bosque, a través de los matorrales y a lo largo
de las plantas de coral, en un ascenso continuo.
Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron
nuestros últimos pasos. A la una, ya estábamos a bordo.
Nada más despojarme de mi escafandra, subí a la plataforma
donde, Presa de una terrible confusión de ideas. Fui a sentarme cerca del
fanal. Pronto se unió a mí el capitán Nemo. Me levanté y le dije:
-Así, pues, tal y como había pronosticado, ese hombre murió
anoche.
-Sí, señor Aronnax.
-Y ahora está reposando junto a sus compañeros en ese
cementerio de coral.
-Sí, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros
cavamos las tumbas y los pólipos se encargan de sellar en ellas a nuestros
muertos para toda la eternidad.
Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos
crispadas, el capitán trató vanamente de contener un sollozo. Luego, dijo:
-Ése es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de
pies bajo la superficie del mar.
-Sus muertos duermen en él tranquilos, capitán, fuera del
alcance de los tiburones.
-Sí, señor -respondió gravemente el capitán Nemo-, fuera del
alcance de los tiburones y de los hombres.
FIN DE LA PRIMERA PARTE
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