de Víctor Hugo
QUASIMODO.
Todo estuvo pronto en un santiamen para ejecutar la idea de Coppenole; estudiantes, rufianes y miembros de la Basoche, todos pusieron manos á la obra. Fue elegida para teatro de los gestos la pequeña capilla situada en frente de la mesa de mármol: roto un vidrio del lindo roseton que estaba encima de la puerta, dejó expedito un circulo de piedra, por el cual se decidió que pasarian la cabeza los concurrentes. Bastaba para llegar á él, subirse sobre dos toneles sacados do no sé donde, y colocados unos sobre otro como Dios queria. Convínose en que cada candidato, hombre ó mujer, (porque se podia elegir una papesa) para dejar vírgen y entera la impresion de su gesto, se taparia la cara y se esconderia en la capilla hasta el momento de hacer su aparicion. En ménos de un momento llenóse la capilla de concurrentes, detras de los cuales se cerró la puerta.
Coppenole desde su sitio, lo mandaba, lo disponia, lo arreglaba todo. Durante la barahunda, el Cardenal no ménos escandalizado que Gringoire, so pretesto de quehaceres y de vísperas, se esquivó con toda su comitiva, sin que aquella muchedumbre, en quien tanta impresion habia hecho su llegada se curáse en lo mas mínimo de su partida. Guillermo Rym fue el único que advirtió la derrota de su eminencia. La atencion popular, como el sol, proseguia su revolucion periódica despues de haber salido de un extremo de la sala, de haberse detenido un buen rato en la mitad, hallábase á la sazon en el otro extremo. La mesa de mármol, la tarima de brocado, habian tenido su época; ya era llegada la de la capilla do Luis XI. Abierto quedó desde entónces el campo á todo género de demasias; ya no quedaban mas que flamencos y canalla.
Empezaron las muecas. La primera figura que apareció en la ventana con los párpados vueltos hácia arriba, con una boca hendida en forma de herradura, y una frente rugosa como nuestras botas á lo húsar del tiempo del imperio, hizo estallar una risa tan inextinguible , que Homero hubiera comparado á una asamblea de dioses aquella asamblea de rufianes. La sala grande sin embargo no era en manera alguna el Olimpo, y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabia mejor que nadie. Segunda, tercera mueca sucedieron á la primera, y luego otra, y luego otra, y siempre aumentaban las carcajadas y los palmoteos y la jarana. Habia en aquel espectáculo no sé que vértigo particular, no sé que fuerza de delirio y fascinacion de que difícil nos seria dar una idea al lector, de nuestros dias y de nuestra sociedad. Imagínese una série de rostros presentando sucesivamente rodas las formas geométricas, desde el triángulo hasta el trapecio, desde el cono hasta el poliedro; todas las expresiones humanas, desde la cólera hasta la lujuria; todas las edades, desde las arrugas del recien nacido hasta las de la vieja moribunda; todas las fantasmagorías religiosas desde Fauno basta Belcebú; todos los perfiles de animales, desde las fauces hasta el pico, desde el hocico hasta el morro. Imagínese todos los mascarones del Puente Nuevo, aquellas pesadillas petrificadas bajo la mano de German Pilon vivas y animadas, y viniendo á mirarle por turno cara á cara con ardientes ojos; todas las máscaras del carnaval de Venecia sucediéndose en una linterna mágica; én una palabra, un kaleidoscopo humano.
La orgia era cada vez mas flamenca; apénas hubiera podido Teniers dar una idea perfecta de ella. Imagínese el lector la batalla de Salvator Rosa en Bacanal. Ya no hahia alli ni estudiantes, ni embajadores , ni hidalguillos, ni hombres, ni mujeres, ni Clopin Trouillefou, ni Gil Elcornudo, ni Maria Quatrelivres, ni Robin Poussepain: todo desaparecia en medio de la licencia universal. La sala grande no era mas que un horno inmenso de desfachatez y jovialidad, en que cada boca era un grito, cada ojo un relámpago, cada cara un jesto, cada individuo una postura: el total gritaba y aullaba. Las caras chavacanas
que iban por su turno á rechinar los dientes en la ventana eran como otros tantos tizones arrojados en una hoguera; y de toda aquella muchedumbre efervescente se exhalaba, como el vapor de un horno, un rumor ágrio, agudo, acerado, silbador como las alas de un moscardon.
— ¡Ola, hé! ¡maldicion!
— ¡Mirad esta cara!
— ¡Esa no vale nada!
— ¡Otra! ¡Otra!
— Guillemette Maugerepuis, mira ese morro de toro que no le faltan mas que los cuernos. Pues no es tu marido.
— ¡Otro!
— ¡Vientre del papa! ¿qué diablos de gesto es ese?
— ¡Ola, hé! eso no vale. No se ensena mas que la cara.
— ¡Capaz es de eso esa arrastrada Perette Callebotte!
— ¡Noel! ¡Noel!
— ¡Que me sofocan!
— ¡Ay ese que no puede hacer pasar las orejas! etc., etc., etc.
Preciso será hacer justicia á nuestro amigo Juan. En medio de aquella especie de sábado, distinguíasele aun en lo alto de su pilar como un grumete en la gavia. Revolvíase con increible furia; su boca estaba abierta hasta las orejas, y de ella salia un grito que no se oia, y no porque le cubriera el clamor general, por mas intenso que este fuera, sino porque sin duda llegaba al limite de los sonidos agudos perceptibles, las doce mil vibraciones de Sauveur á las ocho mil de Biot.
Por lo que hace á Gringoire, pasado el primer instante de abatimiento, armóse de valor y desafió á la adversidad.—Proseguir dijo por tercera vez á sus histriones máquinas parlantes; y luego, paseándose á grandes pasos por delante de la mesa de mármol, veníanle vivos deseos de asomarse tambien á la ventanilla , aun cuando no fuera mas que por tener el gusto de hacer un mohin á aquel pueblo ingrato.—Pero no; eso no seria digno de nos; ¡nada de venganza! ¡luchemos hqsta el fin! se decia; grande es sobre los hombres el poder de la poesia; ellos se me vendrán á la mano. Veremos quien se lleva la palma, las muecas ó las bellas letras.
¡Pero ay! é1 era el único espectador de su drama. Peor iba ahora el negocio que ántes; ya no veia mas que espaldas.
Miento; el gordo sufrido á quien ya habia consultado en un momento de crisis, continuaba vuelto de cara hácia el teatro: en cuanto á Gisquette y á Lienarda, largo rato hacia ya que habian desertado.
Muy al alma le llegó á Gringoire la fidelidad de su único espectador; acercóse á él y le dirigió la palabra sacudiéndole lijeramente el brazo, porque el buen hombre se habia apoyado á la baranda y echaba un sueñecillo.
— Caballero,—dijo Gringoire,—os doy las gracias.
— ¿De qué?—preguntó el gordo bostezando.
— Bien veo lo que os aburre,—repuso el poeta;— es toda esa bulla que no os deja oir bien. Pero no tengais cuidado; vuestro nombre pasará á la posteridad. ¿Como os llamais?
— René Chateau, guarda sellos del Chatelet de Paris, para servir á Dios.
— Caballero;—dijo el poeta,—sois en esta sala el único representante de las musas.
— Favor que vuesa merced me hace,—respondió el guardasellos del Chatelet.
— Sois el único,—prosiguió Gringoire,—que ha escuchado el drama como se debe. ¿Y que os ha parecido?
—¡He! ¡hé!—respondió el gordo magistrado, restregándose los ojos, bastante chusco en efecto.
Fuele preciso á Gringoire contentarse con este elogio , porque una furiosa tempestad de aplausos mezclada á una prodigiosa aclamacion, vino de repente á cortar su diálogo. Ya estaba elegido el papa de los locos.
—¡Noel! ¡Noel! ¡Noel!—gritaba el pueblo entusiasmado.
Maravillosa era en efecto la mueca que centelleaba á la sazon en la vidriera del roseton. Despues de todas las figuras pentágonas, exágonas y heteróclitas que se habian sucedido en el agujero sin relizar el grotesco ideal que se habian formado aquellas imaginaciones exaltadas por la orgia, nada menos era menester, para arrebatar los sufragios, que el sublime gesto que acababa de entusiasmar á la asamblea.— El mismo Coppenole aplaudió, y Clopin Trouillefou que habia concurrido (y sabe Dios á que punto de fealdad podia alcanzar su rostro), se declaró vencido.—Lo mismo haremos nosotros: no nos empeñaremos en dar al lector una idea de aquella nariz tetraedra, en aquella boca en forma de herradura, de aquel ojillo izquierdo obstruido por una ceja roja á manera de matorral, mientras que el ojo derecho desaparecia enteramente debajo de una enorme berruga, de aquellos dientes esparramados sin órden como las almenas de una fortaleza; de aquel labio calloso sobre el cual se adelantaba un diente como el colmillo de un elefante: de aquella barba retorcida y sobre todo de la fisonomía derramada sobre toda aquella mezcla de malicia, de asombro y de tristeza. Imagínese el lector, si puede, este conjunto.
Unánime fue la aclamacion; todos se precipitaron á la capilla de la cual sacaron en triunfo al bienaventurado papa de los locos. Pero entónces fue cuando la sorpresa y la admiracion llegaron á su punto: la mueca era su cara.
O por mejor decir, toda su persona era una mueca. Una enorme cabeza herizada de cerdas rojas, una joroba inmensa entre los hombros cuya superabundancia se echaba de ménos en la delantera del cuerpo; un sistema de muslos y de piernas tan singularmente disparatado, que no podian tocarse mas que por las rodillas, y que vistas de frente, parecian dos hoces reunidas por el puño; anchos pies y monstruosas manos; y en medio de aquella disformidad, cierto aire temible de fuerza, valor y agilidad, rara excepcion de la regla eterna que quiere que la fuerza, como la hermosura, resulte de la armonia: tal era el papa que acababan de elegir los locos.
Pudiera decirse que era un gigante hecho pedazos y torpemente soldado.
Cuando se presentó en el dintel de la capilla aquella especie de cíclope, inmóvil, rehecho y casi tan ancho como alto, cuadrado por la base, como dice un grande hombre: al ver su ropilla roja y violeta, recamada de campanillas de plata y sobre todo la perfeccion de su lealtad al punto le reconoció el populacho y exclamó en coro:
— ¡Es Quasimodo el campanero! ¡Quasimodo el jorobado de la catedral! ¡Quasimodo el tuerto! ¡Quasimodo el patizambo! ¡Noel, Noel!
Bien se ve que el pobre diablo tenia bastantes apodos en que escoger.
— ¡Cuidado con las embarazadas!—gritaban los estudiantes.
Las mujeres en efecto se tapaban la cara.
— ¡Jesus, que mico!—decia una.
— Tan pícaro como feo,–añadia otra.
— Es el diablo.
— Yo tengo la desgracia de vivir cerca de Nuestra Señora, y todas las noches le oigo rondar por las canales.
—Con los gatos.
—Siempre anda por mi tejado.
—Y echa conjuros por el cañon de la chimenea.
—La otra noche vino á hacerme una mueca á mi ventana: yo pensé que era un hombre—¡Tuve un miedo!
—Estoy segura de que va el sábado; en una ocasion se dejó la escoba en la canal de mi tejado.
—¡Oh! ¡maldito jorobado!!...
—¡Alma de Belcebú!
—¡Buab!...
Los hombres por el contrario estaban en sus glorias y aplaudian.
Quasimodo, objeto del tumulto, permanecia en la puerta de la capilla, en pié, grave y sombrio, dejándose admirar.
Quasimodo no respondió palabra.
—¡Cruz de Dios!—dijo el calcetaro,—¿eres sordo?
Era sordo en efecto.
Pero ya empezaba á impacientarse de los arrumacos de Coppenole, y se volvió de repente hácia él con una expresion tan formidable que el gigante flamenco retrodeció como un perro de presa delante de un gato.
Un estudiante (Robin Poussepain, si no me engaño) se le acercó demasiado para reirse de él: Quasimodo se contentó con agarrarle por la cintura y arrojarle á diez pasos por cima la muchedumbre, sin chistar palabra.
Atóito mese Coppenole, se acercó al mónstruo:
—¡Cruz de Dios! que tienes la mas hermosa fealdad que en mi vida me eché á la cara: merecerias ser papa en Gante como en Paris.
Y esto diciendo, poniale familiarmente la mano sobre el hombro. Quasimodo permaneció inmóvil, y Coppenole prosiguió:
Eres un compadre con quien tongo ganas de armar francachela, aun cuando debiera costarme un doce no nuevo de doce torneses. ¿Qué le parece?
Hizose entónces alrededor de aquel extraño personaje un circulo de terror y de respeto, que tenía de radio quince pasos geométricos por lo ménos. Una vieja explicó á maese Coppenole que Quasimodo era sordo.
—¡Sordo!—dijo el calcetero con su risa flamenca.—¡Cruz de Dios! es un papa perfecto.
— Yo le conozco,—exclamó Juan que habia bajado por fin de su capitel para ver mas de cerca á Quasimodo,—es el campanero de mi hermano el arcediano. —Adios Quasimodo.
— ¡Diablo de hombre!—dijo Robin Poussepain, contuso aun de su porrazo.—Su presencia es de jorobado; si anda, es patiestebado; si mira, es tuerto; si se le habla, es sordo. —¿Para qué le sirve la lengua á ese Polifemo?
— Habla cuando quiere,—dijo la vieja,—pero se ha quedado sordo de tocar las campanas. No es mudo, no.
— Eso le falta,—advirtió Juan.
— Le sobra un ojo,—añadió Robbin Poussepain.
— No señor, observó juiciosamente Juan:—un tuerto es mucho mas incompleto que un ciego, porque sabe lo que le falta..
Todos los mendigos entre tanto, todos los lacayos, todos los rateros, reunidos á los estudiantes fuéron en procesion á buscar en el armario de la Basoche la tiara de carton y la irrisoria sotana del papa de los locos, de que se dejó cubrir Quasimodo sin hacer el menor movimiento y con una especie de docilidad orgullosa. Colocáronle luego sobre unas angarillas pintorreadas, que se echaron á cuestas doce oficiales de la cofradia de los locos, y una especie de alegria amarga y desdeñosa brilló por un momento en el apático semblante del cíclope, cuando vió bajo sus disformes pies todas aquellas cabezas de hombres gallardos, derechos y bien formados. Púsose luego en marcha la turba chillona y desarrapada para hacer, segun costumbre, la ronda interior de las galerias del palacio ántes del paseo por las calles y las plazas.
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