De Jacinta Escudos
En las tardes de calor me
convierto en cocodrilo.
Voy al arroyo, me quito la ropa,
me tiro boca abajo, cierro los ojos, extiendo los brazos, abro las piernas.
Siento el viento de los desiertos
soplar sus aires calientes sobre mí. Mederriten. Me penetran ahí abajo. Y algo
cambia, algo que ya no soy yo. Y que es esto: un cocodrilo.
Así comienza mi fuerza,
arrastrándome seductoramente, como cintura de mujer que se menea cuando camina.
Tengo escamas en mis manos y una nueva y larga nariz que se extiende y se pega
a mi boca, llena de dientes filosos y puntiagudos. Los animalitos huyen de mí,
se esconden. Tienen miedo.
Tienen miedo de que abra mis
fauces. Tienen miedo de mis ojos.
Al principio no sabía qué pasaba.
Y entonces recordé lo que decían en la aldea. La niña que no se somete al
ritual se convierte en cocodrilo.
No podía imaginar cómo una niña
se convertiría en cocodrilo. Pero no debía preguntar. Entendería después.
La primera tarde que me convertí
en cocodrilo fue extraña. Me acosté boca abajo en el arroyo porque tenía calor,
y el calor me da sueño. Quería dormir.
Y lo hice. Y al despertar me
descubrí animal. Conocí mis fauces, mis nuevas manos. Si me contorsionaba lo
suficiente, hasta podía ver mi cola. ¡Mi propia cola!
Me pareció curioso. Ser animal y
ser persona. No me preocupaba, me parecía divertido. Pasaba las tardes en los
matorrales del arroyo con los demás amigos cocodrilos. Hablábamos de los animales
cazados, de los críos, del calor y del agua. Y de los humanos que vivían en la
aldea.
Los demás cocodrilos no creían
que yo era humana. Hasta que me vieron convertirme en yo. Los cocodrilos más
ancianos dijeron que el humano que podía transformarse en animal, era un
hechicero. Y así, los demás cocodrilos me respetaron y prometieron ayudarme en
toda circunstancia, porque sabían que yo sería buena con ellos.
Yo me la pasaba muy bien entre mis
amigos. Nadábamos, comíamos, jugábamos. Me enseñaron la cacería. Acechábamos a
todos los animales que se acercaban a la orilla a beber agua: impalas, búfalos,
leones, elefantes. Y también a los humanos.
No me gustaba ser humana.
Prefería mis horas de cocodrilo. Madre había sido clara. Me dijo, «tienes que
someterte al ritual». Y yo le decía «no, prefiero ser cocodrilo». Madre me
tiraba al piso, me gritaba. Todas las mujeres hablaban conmigo. Me decían que
tenía que hacerlo, que no temiera, que todas lo hacían.
Yo lloraba. No quería oírlas.
Ponía mis manos sobre mis oídos y lloraba.
Sabía de los gritos de las niñas
cuando iban al ritual. Sabía de las que morían después.
«No te casarás nunca», me decían.
Y madre también decía «nadie dará dote por ti, seremos miserables siempre». Será
infiel, será lujuriosa, se enfermará de la carne y se le pudrirá todo. Sus partes
le crecerán y crecerán y serán tan grandes como los cuernos de una cabra,
decían a mis espaldas.
Yo tenía sueños. En el sueño
estaba acostada boca arriba, sin ropas. Y en el sueño, veía que de mi
entrepierna crecía una larga serpiente con un solo ojo en el centro, gruesa y
rígida, del color de mi carne, y yo tomaba la cabeza de la serpiente entre mis
manos y la metía en mi boca, y sentía cosas extrañas en mi cuerpo. Y despertaba
apretando las piernas y sintiendo cómo algo se movía en esa parte donde salen
las aguas del cuerpo. Algo que se movía y que palpitaba tan fuerte como los
latidos de mi corazón.
Me dejaron a mi suerte. Madre no
quería saber nada de mí. Dormía y comía allí, pero no les importaba si me iba o
me quedaba. Era indigna de todos y temí que cualquier día me llevaran a la
fuerza para hacerme eso que le hacían a las demás.
Ya no quería estar con ellos.
Odiaba a madre. La vi llevar a mi hermanita, la vi llevar a otras más. Mi
hermanita lloró días y días, y lo único que salía de su cuerpo era sangre,
mucha sangre. Madre se pasaba los días cambiando los paños de sangre por otros
con el oxidado color de la sangre mal lavada.
Yo lo vi todo una vez. Sabía que
las llevaban a la choza de la curandera.
Ella les quitaba la ropa, y las
mujeres le abrían las piernas a las niñas y las niñas lloraban y chillaban como
animal que va a ser matado y la curandera cortaba con un cuchillo un pedazo de
carne, del tamaño de una oreja, allí de donde salen las aguas del cuerpo. Y la
sangre brotaba roja, en abundancia. Y no había manera de pararlo, ni con emplastos
de barro ni con mezclas de yerbas. Y las niñas no tomaban brebajes ni polvos
para aliviar sus dolores, nada más eran sujetadas por su propia madre, por su
hermana mayor, mientras otra les cortaba las partes y la cosían con cáñamos y
agujas de la planta de las espinas.
Prefería ser cocodrilo, indigna,
impura.
Una mañana, madre me dijo que
tenía que ir con ella. Yo sabía lo que significaba. Me llevaría con engaños a la
curandera, me dominarían, me amarrarían como animal.
Corrí, corrí desesperada,
gritando. Fui hacia el único lugar donde tenía amigos, el arroyo. Corrí y me
metí al agua y recuerdo un grito extraño dado por madre. Sabía que allí vivían
los cocodrilos. Madre pensó que yo estaba muerta.
Entré al agua y por primera vez me
convertí en cocodrilo en las oscuridades del arroyo. Salí cocodrilo a la orilla
y los demás me siguieron.
Fuimos a la aldea. Destruimos
todo. A los únicos seres que despedazamos fue a las mujeres de la aldea.
Algunos compañeros murieron en la hazaña. Los hombres se defendían. Pero los
hombres no nos interesaban. Eran ellas las que hacían todo. Las que cortaban,
obligaban, mantenían las piernas abiertas.
Madre murió y yo la vi morir,
pero no sabía que su hija era yo, cocodrilo.
Participé personalmente en la
comida de la curandera. Y nos encargamos también de todas las demás, porque las
niñas no eran felices nunca, después del ritual. Fue un acto de piedad terminar
con ellas.
Cuando concluimos fue porque los
hombres se habían ido. No pudieron defender a sus mujeres. Huyeron asustados de
nosotros. Jubilosos, batimos nuestras fauces en señal de victoria.
Ahora soy el líder de este
pueblo. Mis amigos cocodrilos se la pasan muy bien. Ya no trato de convertirme
en humana. Prefiero ser así, un cocodrilo con una larga serpiente que le crece
entre las piernas.
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