de Donna Tartt
(Fragmento)
Primera parte
Lo absurdo no libera; ata.
ALBERT CAMUS
1
Niño con calavera
Me encontraba aún en Amsterdam cuando soñé con mi madre por primera vez en
mucho tiempo. Llevaba más de
una semana
encerrado en el hotel, temeroso
de telefonear a alguien o de
salir de la habitación, y el corazón se me desbocaba al oír hasta el ruido más inocente: el timbre del ascensor, el traqueteo
del carrito del minibar, incluso las campanas
de las iglesias dando las horas, de Westertoren, Krijtberg, una nota sombría en
el tañido, una sensación de fatalidad propia de un cuento de hadas. De
día, sentado a los pies de la cama, me esforzaba por descifrar las noticias de la televisión
holandesa (algo inútil, y a que no
sabía una palabra de neerlandés), y
cuando desistía, me quedaba junto
a la ventana mirando
el canal envuelto en mi abrigo
de pelo de camello, pues me había marchado
de Nueva York de manera precipitada
y la ropa que me había traído no
abrigaba lo suficiente, ni siquiera dentro de la habitación.
Fuera todo era bullicio
y alegría. Estábamos en Navidad
y sobre
los puentes del canal titilaban
las luces por la noche; damen en heren de mejillas coloradas, con bufandas
que ondeaban al viento gélido, pasaban estrepitosamente por los adoquines con árboles de Navidad
atados a la parte trasera de sus bicicletas. Por las tardes una banda
de músicos aficionados tocaba villancicos que flotaban, estridentes y frágiles,
en el aire invernal.
Un caos de bandejas del servicio de habitaciones; demasiados cigarrillos; vodka tibio del duty-free. Durante esos agitados días de encierro llegué a conocer hasta
el último rincón de la habitación como un preso conoce su celda. Era la primera vez que estaba en
Amsterdam; apenas había visitado la ciudad, y, sin embargo, la
habitación en sí, con su belleza
sobria, llena de corrientes y
blanqueada por el sol, era como una
vívida recreación del norte de
Europa, una maqueta a pequeña escala
de los Países Bajos: la rectitud
protestante del encalado combinada con un lujo extremo traído en buques mercantes de
Oriente. Pasé una irrazonable
cantidad de tiempo examinando un par
de minúsculos óleos con marco dorado
que colgaban sobre el escritorio, uno
de varios campesinos patinando sobre
un estanque helado junto a una iglesia, y el
otro, un velero zarandeado en un picado mar invernal; eran copias
decorativas que no
tenían nada de particular, aunque las inspeccioné como si
guardaran una clave cifrada
que me permitiera penetrar en el secreto corazón de
los grandes maestros
flamencos. Fuera el aguanieve repiqueteaba contra los
cristales de las ventanas y lloviznaba sobre el
canal; y a pesar de que los brocados eran
exquisitos y la alfombra mullida, la
luz invernal evocaba el adverso ambiente
de 1943:
austeridad y
privaciones, té aguado sin azúcar y a la cama con hambre.
Todas las mañanas muy temprano,
cuando todavía estaba oscuro fuera, antes
de que entrara
de servicio el personal diurno y el vestíbulo
empezara a llenarse, y o bajaba a buscar los periódicos. Los empleados del hotel pululaban con voces apagadas y pasos
sigilosos, mirándome fugazmente con
frialdad, como si no me vieran
del todo, el estadounidense de
la 27 que nunca aparecía durante el día; y o intentaba tranquilizarme
diciéndome que el gerente de noche (traje oscuro, pelo cortado al rape, gafas de montura de pasta) tal vez
haría lo posible para rehuir los conflictos
o evitar los escándalos.
El Herald Tribune no
informaba de mi aprieto, pero todos
los periódicos holandeses publicaban la noticia en densos bloques de letra extranjera que flotaban de forma torturante más allá de mi comprensión.
Onopgeloste moord. Onbekende. Subí y me acosté de
nuevo (vestido, porque hacía mucho frío
en la habitación), y abrí los periódicos sobre la colcha:
fotografías de coches patrulla,
cintas acordonando el lugar del crimen, hasta los titulares eran
indescifrables, y aunque no parecían mencionar mi
nombre, no había forma de saber si ofrecían una descripción de mí
u ocultaban la información a
los lectores.
La habitación. El radiador. Een Amerikaan met een strafblad. El agua verde oliva del canal.
Como estaba aterido de frío y enfermo, y la may or parte
del tiempo no sabía
qué
hacer (además de la ropa de abrigo, había olvidado traer un libro),
me pasaba casi todo el
día en la cama. Daba
la impresión de que anochecía a
media tarde. A menudo, con el crujir de
los periódicos desplegados, me sumía en un duermevela;
la may oría de mis sueños estaban teñidos de la misma ansiedad indefinida que impregnaba las horas que pasaba despierto: juicios, maletas reventadas sobre
el asfalto
con mi ropa desparramada por
doquier e interminables pasillos de aeropuerto
por los que corría para coger aviones sabiendo que nunca llegaría a tiempo.
A causa de la fiebre tuve muchos
sueños raros y sumamente vívidos, así como oleadas
de sudor en las que me revolvía inquieto en la cama
sin apenas distinguir el día
de la noche; pero en la última y peor de esas noches soñé con mi madre: un breve y misterioso sueño que viví más bien como
una aparición. Yo estaba en la tienda de Hobie —mejor dicho, en algún espacio encantado del
sueño que era como una versión bosquejada de
la tienda— cuando ella surgía de pronto a mis
espaldas y la veía reflejada detrás de mí
en un espejo. Al verla me quedaba
paralizado de felicidad; era ella
hasta en
el más mínimo detalle, incluso el dibujo
que formaban sus pecas, y me
sonreía, más hermosa y sin
embargo no más avejentada,
con el pelo negro y la graciosa curva ascendente de su boca; no
era tanto un sueño como una presencia que llenaba toda la
habitación, una fuerza completamente propia,
una otredad viviente. Aunque ese fue mi primer impulso, supe que no podía volverme, que mirarla significaba violar las ley es de su mundo
y
del mío; había acudido a mí del único modo a su alcance, y
nuestras miradas se encontraron en el espejo durante un largo minuto silencioso; pero justo cuando daba la impresión de estar
a punto de hablar —con lo que parecía una
mezcla de regocijo, afecto y exasperación—,
entre nosotros se elevó una neblina y me
desperté.
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