de Emily Bronte
(Fragmento)
CAPÍTULO I
He vuelto hace unos instantes de visitar a mi
casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de
una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar
más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una
pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y
eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el
contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y
sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y
preguntarle:
‑¿El
señor Heathcliff?
Él asintió con la cabeza.
‑Soy Lockwood, su nuevo
inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la
«Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.
‑Puesto que la casa es mía ‑respondió
apartándose de mí‑ no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si
así se me antojaba. Pase.
Rezongó aquel «pase» entre
dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la
puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese
entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y
como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me
precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:
‑¡José! ¡Llévate el caballo de
este señor y danos vino!
Puesto que ambas órdenes se
dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por
eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin
recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado.
José era hombre entrado en años,
aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y, mientras se
llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que
impetraba el socorro divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi
presencia.
A la casa donde vivía el señor
Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El nombre
traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había
tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el
aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales
se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El
edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y
protegidos por grandes guardacantones.
Parándome, miré los ornamentos de
la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton Earnshaw, 15OO».
Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la
inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño
de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar
mientras me miraba desde la puerta como instándome a que entrase de una vez o
me marchara.
Por un pasillo llegamos al salón
que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras piezas.
Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no
vi signos de que en el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se
percibía rumor de cacharros. De las paredes no pendían cazuelas ni utensilios
de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas de
platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había
tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la
chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se
veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra
lisa y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos
respaldos.
En los rincones se acurrucaban
perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.
Todo era muy propio de la morada
de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y
polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza
espumeante abundan en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el
ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de
un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era
erguido y gallardo.
Dijeme que muchos le tendrían por
soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por
instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía
saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se
permitiera manifestarle los suyos.
Es probable que yo me aventurase
mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al
amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.
Mi madre solía decirme que yo
nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la
razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes,
conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es
cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La
joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro
avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su
concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella,
probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error,
persuadió a su madre de que se fuesen.
Esas
brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo
mismo, sepa cuánto error hay en ello.
Heathcliff y yo nos sentamos
silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó
a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise
acariciarla emitió un gruñido gutural.
-Déjela -dijo Heathcliff haciendo
coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está hecha a
caricias ni se la tiene para eso.
Incorporóse, fue hacia una puerta
lateral y gritó:
-¡José!
José masculló algo en el fondo de
la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca. Quedé solo con
la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví,
temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les
hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora
perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis
pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso
en acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios en cuatro patas
confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los
faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón
de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.
Heathcliff y José subían con
desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no
se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más
deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón,
desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados
por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff,
ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la
habitación.
-¿Qué diablos ocurre? -preguntó
mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.
-De diablos es la culpa
-respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más
espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre
ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres.
-Nunca se meten con quien no les
incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de vino?
-No, gracias.
-¿Le han mordido?
-En ese caso lo habría conocido
usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.
-Vaya, vaya -repuso Heathcliff,
con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino. En esta
casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a
recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud!
Comprendiendo que sería absurdo
formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al
brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más
razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un
buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las
ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le
parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví
decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara
ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo
amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi casa.
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