No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El centinela

 de Arthur C. Clarke

La próxima vez que vean ustedes la luna llena brillar alta en el sur, examinen atentamente el borde derecho y dejen resbalar la mirada a lo largo de la curva del disco. Allá donde serían las dos si nuestro satélite fuera un reloj, observarán un minúsculo óvalo oscuro: cualquiera que posea una vista normal puede descubrirlo. En una gran llanura rodeada de montañas, una de las más hermosas de la Luna, conocida con el nombre de Mare Crisium: el Mar de las Crisis. Casi quinientos kilómetros de diámetro, rodeada por un anillo de magníficas montañas, no había sido explorada nunca hasta que nosotros penetramos en ella a finales del verano de 1996.


Nuestra expedición había sido cuidadosamente planeada. Dos grandes cargos habían transportado nuestras provisiones y nuestro equipo desde la base lunar del Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros. Disponíamos además de tres pequeños cohetes destinados al transporte a cortas distancias en regiones en las que era imposible servirse de los vehículos de superficie. Afortunadamente, la mayor parte del Mare Crisium es llana. No existen allí esas enormes grietas tan frecuentes y tan peligrosas en otras partes, y los cráteres o elevaciones de una cierta altura son bastante raros. A primera vista, nuestros potentes tractores oruga no tendrían la menor dificultad en conducirnos hasta donde quisiéramos ir.


Yo era el geólogo, o selenólogo, si quieren ser ustedes pedantes, jefe del grupo destinado a la exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido un centenar y medio de kilómetros en una semana, bordeando los contrafuertes de las montañas que dominaban la playa de lo qué, muchos millones de años atrás, había sido un antiguo mar. Cuando la vida se había iniciado en la Tierra, aquel mar estaba ya moribundo. El agua retiraba de los flancos de aquellas maravillosas escolleras para fluir hacia el vacío corazón de la Luna.

Sobre el suelo que estábamos recorriendo, el océano que no conocía mareas había alcanzado en su tiempo una profundidad de ochocientos metros, y ahora la única huella de humedad que podía hallarse era la escarcha que descubrimos a veces en las profundidades de las cavernas, donde jamás penetra la luz del sol.


Habíamos comenzado nuestro viaje al despuntar el alba lunar, y nos quedaba aún casi una semana de tiempo terrestre antes de que la noche cayera de nuevo. Descendíamos de nuestros vehículos cinco o seis veces al día, vestidos con nuestros trajes espaciales, y nos dedicábamos a la búsqueda de minerales interesantes, o plantábamos señales indicadoras para guiar a futuros viajeros. Era una rutina monótona y carente de excitación. Podíamos vivir confortablemente al menos durante un mes en el interior de nuestros tractores presurizados, y si nos ocurría algún percance siempre nos quedaba la radio para pedir ayuda, tras lo cual no teníamos otra cosa que hacer más que aguardar la llegada de la nave que acudiría a rescatamos. 


Acabo de decir que la exploración lunar es una rutina carente de excitación, y no es cierto. Uno nunca se cansa de contemplar aquellas increíbles montañas, tan distintas de las suaves colinas de la Tierra. Al doblar un cabo o un promontorio, uno nunca sabía qué nuevos esplendores nos iban a ser revelados. Toda la parte meridional del Mare Crisium es un vasto delta donde, hace mucho tiempo, algunos desembarcaban en el océano, quizás alimentados por las torrenciales lluvias que habían erosionado las montañas durante el corto periodo de la era volcánica, cuando la Luna era aún joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una tentación, un desafío a trepar hasta las desconocidas mesetas que había más allá. Pero teníamos aún un centenar y medio de kilómetros que cubrir, y todo lo que podíamos hacer era contemplar con envidia aquellas cimas que otros escalarían.


A bordo del tractor vivíamos según el tiempo terrestre, y a las 22 horas exactamente enviábamos el último mensaje por radio a la Base y terminábamos nuestro trabajo. Afuera, las rocas seguían ardiendo bajo un sol casi vertical; para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos de nuevo, tras ocho horas de sueño. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía un gran zumbido de afeitadoras eléctricas, y alguien conectaba la radio que nos unía a la Tierra. Realmente, cuando el olor de las salchichas cociéndose comenzaba a llenar la cabina, a uno le resultaba difícil creer que no habíamos regresado a nuestro planeta: Todo era tan normal, tan familiar, excepto la disminución de nuestro peso y la lentitud con que caían todos los objetos.


Era mi turno de preparar el desayuno en el ángulo de la cabina principal que servía como cocina. Pese a los años transcurridos, recuerdo con extrema claridad aquel momento, porque la radio acababa de transmitir una de mis canciones preferidas, la vieja tonada gala David de las Rocas Blancas. Nuestro conductor estaba ya fuera, embutido en su traje espacial, inspeccionando los vehículos oruga. Mi asistente, Louis Garnett, en la cabina de control, escribía algo relativo al trabajo del día anterior en el diario de a bordo.


Como cualquier ama de casa terrestre mientras esperaba a que las salchichas se cocieran en la sartén dejé que mi mirada vagase sobre las montañosas paredes que cercaban el horizonte por la parte sur, prolongándose hasta perderse de vista por el este y por el oeste. Parecían no estar a más de tres kilómetros del tractor, pero sabía que la más próxima estaba a treinta kilómetros. En la Luna, por supuesto, las imágenes no pierden nitidez con la distancia, no hay ninguna atmósfera que atenúe, difumine o incluso transfigure los objetos lejanos, como ocurre en la Tierra.


Aquellas montañas se elevaban hasta tres mil metros, surgiendo abruptas de la llanura como si alguna erupción subterránea las hubiera hecho emerger a través de la corteza en fusión.

No se podía ver la base ni siquiera de la más próxima, debido a la acusada curvatura de la superficie, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y el horizonte no estaba a más de tres kilómetros del lugar donde yo me hallaba.


Levanté los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado nunca, aquellos picos que, antes del nacimiento de la vida sobre la Tierra, habían contemplado cómo se retiraba el océano, llevándose hacia su tumba la esperanza y las promesas de un mundo. El sol golpeaba los farallones con un resplandor que cegaba los ojos, mientras que, un poco más arriba, las estrellas brillaban fijas en un cielo más negro que la más oscura medianoche de invierno en la Tierra.


Iba a girarme, cuando mi mirada fue atraída por un destello metálico casi en la cima de uno de los grandes promontorios que avanzaba hacia el mar, cincuenta kilómetros al oeste. Era un punto de luz pequeñísimo carente de dimensiones, como si una estrella hubiera sido arrancada del cielo por alguno de aquellos crueles picos, e imaginé que una roca excepcionalmente lisa captaba la luz del sol y me la reflejaba directamente a los ojos. Era algo que sucedía a menudo. Cuando la Luna entra en el segundo cuarto, los observadores de la Tierra pueden ver a veces las grandes cadenas montañosas del Oceanus Procellarum, el Océano de las Tormentas, arder con una iridiscencia blancoazulada debida al reflejo del sol en sus laderas. Pero sentía la curiosidad de saber qué tipo de roca podía brillar allá arriba con tanta intensidad, de modo que subí a la torreta de observación y orienté nuestro telescopio hacia el oeste.


Lo que vi fue suficiente para despertar mi interés. Los picos montañosos, claros y nítidos en mi campo de visión, parecían no estar a más de ochocientos metros de distancia, pero el objeto que reflejaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para poder ser identificado.

Sin embargo, aunque no pudiera distinguirlo claramente, sí podía darme cuenta de que estaba provisto de una cierta simetría, y la base sobre la que se hallaba parecía extrañamente plana. Estuve observando durante un buen rato aquel brillante enigma, aguzando mi vista en el espacio, hasta que un olor a quemado proveniente de la cocina me informó que las salchichas del desayuno habían hecho un viaje de casi cuatrocientos mil kilómetros para nada.


Mientras avanzábamos a través del Mare Crisium, aquella mañana, con las montañas irguiéndose a occidente, discutimos sobre el caso, y continuamos discutiendo a través de la radio cuando salimos a realizar nuestras prospecciones. Mis compañeros sostenían que había sido probado sin la menor sombra de duda que jamás había existido ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivas que habían llegado a existir eran algunas plantas primitivas, y sus antecesoras, tan sólo un poco menos degeneradas. Esto lo sabía yo tan bien como todos, pero hay ocasiones en las que un científico no debe temer al ridículo.


—Escuchad —dije firmemente—, quiero subir hasta allí arriba, aunque sólo sea para tranquilizar mi conciencia. Esta montaña tiene menos de cuatro mil metros, lo que equivale a setecientos con gravedad terrestre, y puedo hacérmela en una veintena de horas. Siempre he deseado escalar una de esas colinas, y aquí tengo un buen pretexto para hacerlo.

—Si no te partes el cuello —dijo Garnett—, vas a ser el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. De ahora en adelante, esta montaña se llamará seguramente la  Locura de Wilson.

—No me partiré el cuello —dije con firmeza—. ¿Quién fue el primero que escaló Pico y Helicon?

—¿Pero no eras un poco más joven por aquel entonces? —preguntó suavemente Louis.

—Una razón de más para ir —dije muy dignamente.

Aquella noche nos acostamos pronto, tras conducir el tractor hasta unos quinientos metros del promontorio. Garnett vendría conmigo al día siguiente; era un buen escalador y había participado conmigo en otras expediciones semejantes. Nuestro conductor se sintió muy feliz de quedarse guardando el vehículo.


A primera vista, aquellas paredes parecían prácticamente inescalables, pero cualquiera que tuviera un poco de experiencia sabía que la escalada no presenta serias dificultades en un mundo donde el peso queda reducido a una sexta parte. El auténtico peligro del alpinismo lunar reside en el exceso de confianza: una caída desde cien metros en la Luna es tan mortal como una caída desde quince metros en la Tierra.


Hicimos nuestro primer alto en una cornisa a unos mil quinientos metros de la llanura. La escalada no había sido difícil, pero el esfuerzo al que no estaba acostumbrado había envarado mis miembros, y me sentía feliz de poder descansar un poco. Visto desde allí, el tractor parecía un minúsculo insecto metálico al pie de la pared. Por radio comunicamos nuestro avance al conductor antes de proseguir la escalada.


Dentro de nuestros trajes la temperatura era agradablemente fresca, puesto que el sistema de refrigeración anulaba los efectos del ardiente sol y eliminaba al exterior los desechos de nuestra transpiración. Hablábamos raramente, salvo que debiéramos intercambiar instrucciones o discutir acerca del mejor camino a seguir. No sabía lo que estaría pensando Garnett, seguramente que era la empresa más absurda en la que se había embarcado. Yo no podía dejar de darle la razón, al menos en parte, pero el placer de la escalada, la seguridad de que nunca ningún hombre había llegado antes hasta allí, y la exaltante visión del paisaje, eran para mí una recompensa suficiente.


No recuerdo haber experimentado ninguna excitación especial al hallarnos ante la pared rocosa que había examinado a través del telescopio el día antes, desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se extendía hasta una veintena de metros por encima de nosotros y allá, en aquella explanada, se hallaba el objeto que me había atraído a través de toda aquella extensión desértica. Casi con toda seguridad no era más que un bloque de roca nacido en alguna época pasada a consecuencia del impacto de un meteorito, con los planos de estratificación pulidos y brillantes aún en la inmovilidad eterna e inmutable.


La roca no tenía apoyos, de modo que tuvimos que usar un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar una nueva fuerza cuando lancé el anda de tres puntas haciéndola girar sobre mi cabeza. La primera vez falló su presa, y cayó lentamente cuando tironeamos de ella para comprobar su solidez. Al tercer intento las púas se sujetaron sólidamente, y ni siquiera el peso combinado de nuestros dos cuerpos consiguió moverla.


Garnett me lanzó una ansiosa mirada. Hubiera podido decirle que deseaba subir yo primero, pero me limité a sonreír a través del cristal del casco y agité la cabeza. Luego, lentamente, sin prisas, inicié el último tramo de la ascensión.


Aún enfundado en el traje espacial, pesaba tan sólo veinte kilos, por lo que subí a pulso, sin enroscar la cuerda entre mis piernas ni ayudarme con los pies contra la pared. Cuando alcancé el borde me detuve un instante para saludar con la mano a mi compañero, luego di el último tirón, me icé de pie sobre la plataforma, y contemplé lo que había ante mí.


Hasta aquel momento estaba casi convencido de que no iba a descubrir nada extraño o insólito allí. Casi, pero no completamente, y era esa torturante duda la que me había empujado hasta allí. Bueno, la duda había sido disipada, pero la tortura apenas acababa de empezar.


Me encontraba en una explanada de unos treinta metros de profundidad. En alguna ocasión había sido lisa, demasiado lisa para ser natural, pero los impactos de los meteoritos habían mordido y cribado su superficie a través de incontables eones. Y había sido nivelada para poder sostener una estructura translúcida, burdamente piramidal, de dos veces la altura de un hombre, encajada en la roca como una gigantesca gema facetada.


Probablemente no experimenté ninguna sensación durante los primeros segundos. Luego, inexplicablemente, sentí una extraña alegría. Porque yo amaba la Luna, y ahora sabía que el musgo que trepaba en Aristarco y Eratóstenes no era la única forma de vida que había producido cuando era joven. Los antiguos y desacreditados sueños de los primeros exploradores eran ciertos. Después de todo había existido una civilización lunar, y yo había sido el primero en descubrirla. El hecho de haber llegado con un millón de años de retraso no me preocupaba; tenía bastante con haber llegado.


Mi cerebro comenzaba a funcionar de nuevo normalmente, analizando, planteando preguntas. ¿Qué era aquella construcción? ¿Un santuario... o alguna otra cosa que en mi lengua no tenía nombre? Si era una construcción habitable, ¿por qué la habían edificado en aquel lugar casi inaccesible? Me pregunté si se trataría de un templo, e imaginé ver a los adeptos de alguna extraña región invocando a sus divinidades para que les salvaran la vida mientras la Luna declinaba con la muerte de sus océanos.


Avancé unos pasos para examinar más de cerca el objeto, pero la cautela me impidió acercarme demasiado. Entendía un poco de arqueología, e intenté establecer el nivel de la civilización que había aplanado aquella montaña y erigido aquellas superficies resplandecientes que me cegaban aún.


Pensé que los egipcios hubieran estado en condiciones de erigir una construcción como aquélla, siempre que sus operarios dispusieran del extraño material que aquellos arquitectos aún más antiguos habían utilizado. Debido a que el objeto era relativamente pequeño, no se me ocurrió pensar que probablemente estaba examinando el producto de una raza más avanzada que la nuestra. La idea de que en la Luna hubieran existido seres inteligentes era ya bastante difícil de asimilar, y mi orgullo se negaba a dar el último y más humillante paso.


Y luego observé algo que hizo que los cabellos se me erizaran en la nuca, algo tan trivial e inocuo que quizá cualquier otro nunca lo hubiera visto. Ya he dicho que la explanada había sido torturada por la caída de los meteoritos, de tal modo que estaba recubierta de una espesa capa de polvo cósmico, ese polvo que se extiende como un manto por la superficie de todos los mundos en los que no existen vientos que puedan turbarlo. Sin embargo, tanto el polvo como las señales dejadas por los meteoritos terminaban bruscamente en el borde de un amplio círculo en el centro del cual se hallaba la pirámide, como si un muro invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.


Sentí que alguien estaba gritando en mis auriculares, y finalmente me di cuenta de que Garnett me estaba llamando desde hacía rato. Avancé con paso vacilante hacia el borde de la explanada y le hice señas de que subiera, porque no me sentía muy seguro de ser capaz de hablar. Luego me giré de nuevo hacia el círculo en el polvo. Me incliné y tomé un fragmento de roca, y lo lancé, sin excesiva fuerza, hacia el brillante enigma. Si la piedra hubiera desaparecido al chocar contra aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido, pero se limitó a caer al suelo, como si hubiera chocado contra una superficie curva.


Ahora sabía que el objeto que tenía ante mí no podía ser comparado con ninguna obra de mis antepasados. No era una construcción sino una máquina, que se protegía a sí misma a través de unas fuerzas que habían desafiado la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, seguían funcionando aún, y quizás yo me había acercado demasiado a ellas. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado en el transcurso del último siglo. Por lo que sabía, podía hallarme incluso condenado para siempre, como si hubiera penetrado en la atmósfera silenciosa y letal de una pila atómica no aislada.


Recuerdo que me giré hacia Garnett, que se había reunido conmigo y permanecía inmóvil a mi lado. Me pareció tan absorto que no quise molestarle, y me dirigí hacia el borde de la explanada esforzándome en ordenar de nuevo mis pensamientos. Allí, delante de mí, se extendía el Mare Crisium, extraño y fascinante para casi toda la humanidad, pero conocido y tranquilizador para mí. Levanté la mirada hacia la hoz de la Tierra que yacía en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían ocultado sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la humeante jungla del Carbonífero, la desierta orilla de los océanos sobre la que reptaban los primeros anfibios para conquistar la tierra firme..., o un período más anterior aún, el periodo de la soledad, antes de que la vida iniciara su desarrollo?


No me pregunten por qué no intuí antes la verdad, que ahora parece tan obvia. En la excitación del descubrimiento, me había convencido a mí mismo de que la aparición cristalina debía de haber sido construida por una raza que había vivido en el remoto pasado lunar, pero de pronto, con una terrible fuerza, me traspasó la certeza de que aquella raza era tan extranjera a la Luna como lo era yo.


En el transcurso de veinte años de exploraciones no habíamos hallado ningún otro rastro de vida a excepción de algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, aún moribunda, podía dejar tan sólo una única prueba de su existencia.


Volví a mirar la resplandeciente pirámide, y me pareció más extraña que nunca a cualquier cosa perteneciente a la Luna. Y entonces, de golpe fue sacudido por un estallido de risa histérica, provocado por la excitación y por la excesiva fatiga. Porque me había parecido que la pirámide me dirigía la palabra y me decía: "Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí".


Hemos necesitado veinte años para conseguir romper aquel invisible escudo y alcanzar la máquina encerrada en aquellas paredes de cristal. Lo que no hemos podido comprender lo hemos destruido finalmente con la salvaje potencia de la energía atómica, y he podido ver los fragmentos de aquel hermoso y brillante objeto que descubriera allí, en la cima de la montaña.


No significaban absolutamente nada. Los mecanismos de la pirámide, suponiendo que lo sean, son fruto de una tecnología que se halla mucho más allá de nuestro horizonte, quizás una tecnología de fuerzas parafísicas.


El misterio continúa atormentándonos cada vez más, ahora que hemos alcanzado otros planetas y sabemos que sólo la Tierra ha sido cuna de vida inteligente en nuestro Sistema. Una civilización antiquísima y desconocida perteneciente a nuestro mundo no podría haberla construido, ya que el espesor del polvo meteórico en la explanada nos ha permitido calcular su edad. Aquel polvo comenzó a posarse antes de que la vida hiciera su aparición en la Tierra.


Cuando nuestro mundo alcanzó la mitad de su edad actual, algo que venía de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella huella de su paso, y prosiguió su camino.

Hasta que nosotros la destruimos, aquella máquina cumplió su cometido. Y empiezo a intuir cuál era.


Alrededor de cien mil millones de estrellas giran en el círculo de la Vía Láctea, y, hace mucho tiempo, otras razas de los mundos pertenecientes a otros soles deben de haber alcanzado y superado el estadio en el que ahora nos hallamos nosotros. Piensen en una tal civilización, muy lejana en el tiempo, cuando la Creación era aún tibia, dueña de un universo tan joven que la vida había surgido tan sólo en una infinitésima parte de mundos. La soledad de aquel mundo es algo imposible de imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y no hallan a nadie con quien compartir sus pensamientos.


Deben de haber explorado las galaxias como nosotros exploramos los mundos. Por todos lados había mundos, pero estaban vacíos, o a lo sumo poblados de cosas que se arrastraban y eran incapaces de pensar. Así debía de ser nuestra Tierra, con el humo de los volcanes ofuscando aún el cielo, cuando la primera nave de los pueblos del alba surgió de los abismos más allá de Plutón. Rebasó los planetas exteriores apresados por el hielo, sabiendo que la vida no podía formar parte de sus destinos. Alcanzó y se detuvo en los planetas interiores, que se calentaban al fuego del Sol, esperando a que comenzara su historia.


Aquellos exploradores deben de haber observado la Tierra, sobrevolando la estrecha franja entre los hielos y el fuego, llegando a la conclusión de que aquél debía de ser el hijo predilecto del Sol. Allí, en un remoto futuro, surgiría la inteligencia; pero ante ellos quedaban aún innumerables estrellas, y nunca regresarían por aquel mismo camino.


Así pues, dejaron un centinela, uno de los millones que deben de existir esparcidos por todo el universo, vigilando los mundos en los cuales vibra la promesa de la vida. Era un faro que, a través de todas las edades, señalaba pacientemente que aún nadie lo había descubierto.


Quizás ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre la vida y la muerte.


Una vez superado este punto crítico, era tan sólo cuestión de tiempo que descubriéramos la pirámide, y la forzásemos para ver lo que había dentro. Ahora ya no emite ninguna señal, y aquellos encargados de su escucha deben de haber vuelto su atención hacia la Tierra.

Quizás acudan a ayudar a nuestra civilización, aún en su infancia. Pero deben de ser viejos, muy viejos, y a menudo los viejos son morbosamente celosos de los jóvenes.


Ahora ya no puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de esas nebulosas estelares están acudiendo los emisarios. Si me permiten hacer una comparación bastante vulgar, hemos tirado del aparato de alarma, y ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar.


No creo que tengamos que esperar mucho.

Laurie

Por Stephen King

Capítulo 1

(Fragmento)

 

Seis meses después de que, tras cuarenta años de matrimonio, su mujer falleciera, la hermana de Lloyd Sunderland había conducido desde Boca Ratón hasta Cayman Key para hacerle una visita. Llevaba consigo una cachorrita de pelaje gris oscuro que, según le informó, era una mezcla de border collie y mudi. Lloyd no tenía la menor idea de lo que era un mudi, y tampoco le importaba.

—No quiero ningún perro, Beth. Lo último que quiero en este mundo es un perro. Apenas puedo cuidar de mí mismo…

—Eso salta a la vista —dijo ella desenganchándole a la cachorrita una correa tan diminuta que parecía de juguete—. ¿Cuánto peso has perdido?

—No lo sé.

—Diría que unos seis o siete kilos —aventuró ella apreciativamente—. Te lo podías permitir, pero ya no mucho más. Voy a prepararte un revuelto de salchichas. Con tostadas. ¿Tienes huevos?

—No quiero revuelto de salchichas —replicó Lloyd observando a la perrita.

Estaba sentada sobre la alfombra blanca y mullida, y se preguntó cuánto tardaría en dejar allí su tarjeta de visita. Cierto que la alfombra pedía a gritos un buen aspirado, y probablemente una limpieza a fondo, pero al menos nunca se habían orinado en ella.

La perrita lo miraba con sus ojos color ámbar. Parecía estudiarlo.

—¿Tienes huevos o no?

—Sí, pero…

—¿Y salchichas? No, claro que no. Seguro que has estado alimentándote a base de gofres congelados y sopa de lata. Iré al supermercado Publix, pero primero voy a hacer inventario de tu nevera para ver qué más necesitas.

Era su hermana mayor, se llevaban cinco años; prácticamente lo había criado sola después de que su madre falleciera, por lo que de niño jamás había sido capaz de llevarle la contraria. Ahora eran mayores y seguía siendo incapaz de plantarle cara, más aún desde que Marian no estaba. Lloyd sentía un vacío en su interior, allí donde antes había albergado las entrañas. Quizá volvieran; quizá no. Sesenta y cinco años era una edad poco probable para la regeneración. No obstante, en cuanto al perro… A eso sí que se opondría.

¿Qué diantres tenía Bethie en la cabeza?

—No voy a quedármela —dijo él mientras su hermana trasteaba por la cocina con sus piernas de cigüeña—. Tú la has comprado, así que tú la devuelves.

—No la he comprado. La madre era una border collie de pura raza que se escapó y se apareó con el perro de un vecino. Ese era el mudi. El dueño de la madre consiguió regalar los otros tres cachorros, pero a esta, como era la más pequeña de la camada, nadie la quería. El tipo, que cultiva hortalizas en un pequeño huerto, estaba a punto de llevarla a la perrera cuando pasé y vi un anuncio clavado en un poste de teléfonos donde ponía: ¿ALGUIEN QUIERE UN PERRO?

—Y pensaste en mí.

Seguía observando a la cachorrita, que le devolvía la mirada. Las orejas puntiagudas parecían ser la parte más grande de su cuerpo.

—Sí.

—Me muero de pena, Beth.

Su hermana era la única persona a la que se veía capaz de exponerle su terrible pesar, lo cual suponía un alivio.

—Lo sé.

Las botellas tintinearon en la nevera abierta y él alcanzó a ver en la pared la sombra de su hermana agachada y reorganizando el contenido.

Realmente es una cigüeña, pensó, una cigüeña humana que lo más seguro es que viva eternamente.

—Una persona en duelo necesita mantener la mente ocupada —prosiguió ella—. Cuidar de algo. Eso es lo que me dije cuando vi el anuncio: no se trata de quién quiere un perro, sino de quién necesita un perro. Y ese eres tú. Virgen santa, esta nevera parece una granja de moho. ¡Qué asco!

La cachorrita se levantó, dio un tímido paso hacia Lloyd, pero se lo pensó mejor (suponiendo que pensara) y volvió a sentarse.

—Quédatela tú.

—Rotundamente no. Jim es alérgico.

—Bethie, ¡tenéis dos gatos! ¿A ellos no les tiene alergia?

—Sí. Y por eso nos basta con dos gatos. Si es así como te sientes, me llevaré a la cachorrita al refugio de animales de Pompano Beach. Les dan tres semanas antes de sacrificarlos. Es una cosita tan mona con ese pelaje grisáceo… Quizá alguien la adopte antes de que le llegue la hora.

Aunque ella no miraba, Lloyd puso los ojos en blanco. Con ocho años solía hacer eso cuando Beth lo amenazaba con zurrarle en el trasero con la raqueta de bádminton si no ordenaba su cuarto. Hay cosas que nunca cambian.

—Haz las maletas —espetó él—, que embarcamos en uno de los cruceros de Beth Young por el mar de la culpabilidad. ¡Y con todos los gastos pagados!

Su hermana cerró la nevera y regresó al salón. La perrita la miró y luego continuó observando a Lloyd.

—Voy al Publix, donde calculo que me gastaré unos cien dólares. Te traeré los tíquets para que puedas reembolsarme el dinero.

—¿Y qué hago mientras tanto?

—¿Por qué no intentas entenderte con la inofensiva cachorrita que vas a enviar a la cámara de gas? —Se agachó y acarició la cabeza del animal—. Fíjate en estos ojitos esperanzados.

Lo único que Lloyd percibía en aquellos ojos color ámbar era vigilancia.

Evaluación.

—¿Y qué se supone que debo hacer si se mea en la alfombra? Marian la colocó justo antes de enfermar.

Beth señaló la pequeña correa que había dejado encima del escabel.

—Sácala. Preséntale los parterres de Marian, esos que tienes tan abandonados. Y, por cierto, el pis tampoco estropearía demasiado esa alfombra. Da pena.

Cogió el bolso y se dirigió a la puerta con el viejo y vanidoso tijereteo de sus delgadas piernas.

—Una mascota es el peor regalo que le puedes hacer a alguien —insistió Lloyd—. Lo leí en internet.

—Donde todo es verdad, supongo.

Se detuvo y se volvió a mirarlo. La intensa luz de septiembre de la costa oeste de Florida le caía sobre el rostro, acentuando que el pintalabios se le había corrido a las pequeñas arrugas que le cercaban la boca, que los párpados inferiores habían empezado a descolgarse de los ojos y que el frágil engranaje de venas latía en el hueco de las sienes. Pronto cumpliría los setenta. Su vigorosa, testaruda, atlética e implacable hermana se había hecho mayor. Y él también. Ambos constituían la prueba de que la vida no era más que un breve sueño de una tarde de verano. Con la diferencia de que Bethie aún contaba con su marido, dos hijos adultos y cuatro nietos; la divina multiplicación de la naturaleza. Él había tenido a Marian, pero Marian se había ido y no habían tenido hijos. ¿Se suponía que iba a reemplazar a su mujer por un chucho mestizo? La idea le parecía tan sensiblera y estúpida como una tarjeta de felicitación de Hallmark, e igual de irreal.

—No pienso quedármela.

Ella lo miró como cuando era una niña de trece años y le advertía con la mirada de que, como no entrase en vereda, la raqueta de bádminton no tardaría en aparecer.

—Te la vas a quedar por lo menos hasta que vuelva del Publix. Tengo que hacer varios recados más, y los perros se mueren dentro de un coche al sol. Sobre todo los pequeños.

Cerró la puerta. Lloyd Sunderland, jubilado, viudo desde hacía seis meses, últimamente poco interesado en la comida (ni en ningún otro placer mundano), se sentó con la vista clavada en esa visitante no deseada que lo miraba desde la mullida alfombra.

—¿Qué estás mirando, boba? —le preguntó.

La cachorrita se levantó y se le acercó. De hecho, sus andares parecían los de un pato abriéndose paso entre la hierba alta. Volvió a sentarse, junto al pie izquierdo de Lloyd, y alzó la vista. Él bajó la mano, vacilante, esperando un mordisco, pero la perrita se la lamió. Lloyd agarró la correa diminuta y la abrochó al pequeño collar rosa.

—Venga, vamos a sacarte de la alfombra mientras aún estemos a tiempo.

Tiró de la correa. La cachorrita se limitó a permanecer sentada y a mirarlo. Lloyd suspiró y la cogió en brazos. Ella volvió a lamerle la mano. La llevó afuera y la dejó en la hierba. Hacía tanto que no la habían cortado que casi la engulló. Beth tenía razón en cuanto a las flores: tenían una pinta horrible, la mitad de ellas estaban tan muertas como Marian. Ese pensamiento le arrancó una sonrisa, aunque reírse por semejante comparación le hizo sentirse mala persona.

En la hierba los andares de pato de la perrita aún eran más exagerados.

Dio una docena de pasos, luego bajó los cuartos traseros y orinó.

—No está mal, pero no pienso quedarme contigo.

Empezaba a sospechar que, cuando Beth regresara a Boca Ratón, la perrita no la acompañaría. No, esa visitante no deseada se quedaría con él, en esa casa a menos de un kilómetro del puente levadizo que conectaba el cayo con el continente. No iba a funcionar; nunca en su vida había tenido un perro, pero, hasta que encontrara a alguien que la adoptara, quizá le proporcionara algo que hacer aparte de ver la televisión o sentarse ante el ordenador a jugar al solitario o a navegar por sitios que, al principio, cuando se jubiló, le habían parecido interesantes y ahora lo mataban de aburrimiento.

Dos horas más tarde, cuando Beth llegó a casa, Lloyd estaba de nuevo en su butaca y la cachorrita, de nuevo en la alfombra, durmiendo. Su hermana, a quien quería pero que lo había fastidiado toda su vida, consiguió superarse a sí misma al regresar con mucho más de lo que él esperaba. Apareció con una bolsa grande de pienso para cachorros (orgánico, por supuesto) y un envase grande de yogur natural (se suponía que al añadírselo a la comida fortalecería el cartílago de aquellas antenas de radar que tenía por orejas). Además, Beth había comprado empapadores para mascotas, una cama para perros, tres juguetes para mordisquear (dos de los cuales emitían un chirrido irritante) y un parque para bebés que, según afirmaba, evitaría que la cachorrita merodeara por la noche.

—Por Dios, Bethie, ¿cuánto te ha costado todo esto?

—En la tienda estaban de rebajas —se justificó ella, eludiendo la pregunta de una forma que Lloyd conocía bien—. Nada. Esto corre de mi cuenta. Y ahora que lo he comprado, ¿sigues queriendo que me la lleve? Porque entonces te tocará a ti devolverlo.

Lloyd ya estaba acostumbrado a que su hermana siempre jugara mejor sus cartas.

—Le daré una oportunidad, solo para probar, pero no me gusta que me cargues con esta responsabilidad. Siempre fuiste una mandona…

—Sí —afirmó ella—. Mamá había muerto y papá era un alcohólico funcional, un caso perdido, así que no tuve opción. Bueno, ¿qué me dices ahora del revuelto?

—Vale.

—¿Ya se ha meado en la alfombra?

—No.

—Lo hará. —En realidad, daba la impresión de que a Beth aquella idea la complacía—. Tampoco será una gran pérdida. ¿Cómo la vas a llamar?

Si le pongo nombre, será mía, pensó Lloyd. Solo él sospechaba que ya era suya, y había sucedido desde aquel primer tímido lametón. Igual que Marian fue suya desde el primer beso. Otra comparación estúpida, pero ¿puede uno controlar el modo en que la mente clasifica las cosas? No más de lo que uno podía controlar los sueños.

—Laurie —respondió él.

—¿Por qué Laurie?

—No lo sé. Es lo primero que se me ha ocurrido.

—Bueno, no está mal —convino ella.

Laurie los siguió a la cocina. Andando como un pato.