No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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C.3.3.

 de Hanns Heinz Ewers

 



Mimes, in the form of God on high, 

Mutter and mumble low, And hither and thither fly; 

Mere puppels they, who came and go At bitting of vast formless things, That shift the scenery to and fro, Flapping from out their condor wings 

Invisible woe. But see, amid the mimic rout A crowling shape intrude! 

A blood-Ored thing that writhes from out 

The scenic solitude! It writhes! It writhes!

E. A. POE: Ligeia

 

 

 

Había estado mirando fijamente hacia abajo durante un cuarto de hora, desde la Punta Tragara, naturalmente al mar, al sol y a las rocas. Me levanté, me volví para irme. Pero alguien se sentó a mi lado en el banco de piedra y me retuvo por el brazo.

—Buenos días, Hanns Heinz —dijo.

—Buenos días —dije yo. Le miré, era seguro que le conocía, pero no podía acordarme. ¿Quién era?

—¿Ya no me reconoce? —dijo algo atropelladamente.

También conocía la voz, ¡con toda seguridad! Pero era diferente, volando, flotando, danzando. ¡Pero no así! Así: pegajosa, balbuceante.

Por fin.

—¿Oscar Wilde?

—Sí —dijo esa voz entrecortada—, ¡o casi! Mejor diga: C. 3. 3., es decir, lo que la prisión ha dejado de Oscar Wilde.

Le contemplé. C. 3. 3. ya no era mucho, sólo un rastro de suciedad, un feo recuerdo de O.W.

Me gustaría darle la mano, pensé. Hace cinco años no le diste la mano. Eso fue por entonces una estupidez de tu parte, y Oscar Wilde se rió cuando el joven Douglas se enojó. Si hoy le das la mano, parecerá que se la das al mendigo, a C. 3. 3., por compasión. ¿Para qué pisar a un gusano enfermo?

No le di la mano. Creo que Oscar Wilde me lo agradeció en su interior. Bajamos por los escalones sin decir nada. Ni siquiera le miraba. Eso pareció hacerle bien.

Al llegar a una cuesta le pregunté:

—¿Por allí arriba?

Su risa salió arrastrándose de su boca como sapos sin patas. A continuación, dobló la cabeza a un lado y a otro, muy lentamente, y luego miró hacia arriba y dijo burlón:

—¿C. 3. 3.?

No, no podía ser; reí. Y O.W. se alegró de que no mostrara compasión alguna por él.


Fuimos bordeando la montaña, nos sentamos en una roca, contemplamos el Arco. De repente dije:

—Hace años caminaba por este sendero con la gran Annie Ventnor. Y aquí nos encontramos con Oscar Wilde. Aquella vez su labio superior se levantó, sus ojos brillaron y me miraron, de modo que mis manos se agitaron y rompieron al instante el bastón para no golpearle con él en la cara. En este mismo lugar vuelvo a estar sentado hoy: Lady Ventnor está muerta y junto a mí está C. 3. 5. Es como un sueño.

—Sí —dijo O.W

—Como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

—Sí… ¿qué ha dicho usted? —exclamó Oscar Wilde rápidamente, perplejo, angustiado, visiblemente agitado.

Lo repetí sin darle importancia:

—Como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

Mis labios simplemente se movieron, apenas sabía qué decía y qué pensaba en realidad.

Oscar Wilde se sobresaltó; esta vez su voz adoptó el viejo timbre del hombre cuyo espíritu orgulloso se elevó tanto sobre la plebe contemporánea.

—Guárdese de conocer al extraño, a no todos les gusta encontrarse con él.

No le entendí y quise preguntar, pero hizo un gesto con la mano, se volvió y se alejó caminando. Le miré cómo se iba.

De repente se detuvo, tosió, pero no se volvió. Lentamente, inclinado hacia delante, cojeando, casi arrastrándose: ese semidiós, del que hipócritas buitres carroñeros habían hecho a C. 3. 3.

Tres días más tarde recibí una tarjeta.

«O.W desea hablarle. Le espera a las ocho de la tarde en la Grotta Bovemarina». Fui a la playa, llamé con un silbido al barquero; navegamos en la noche estival.

En la Grotte estaba Oscar Wilde, sentado en una roca, descendí de la barca y le dije al barquero que podía irse.

—Siéntese —dijo O.W Un último resplandor crepuscular recayó en la oscura gruta marina, en la cual las aguas verdes lloraban y se quejaban en las paredes como si fueran niños pequeños.

La había visitado a menudo. Sabía muy bien que sólo eran las olas batiendo en las rocas y, no obstante, no me abandonaba la sensación de que pequeños niños desnudos llamaban desesperadamente a la madre. ¿Por qué O.W. había quedado conmigo precisamente en este lugar?

Él leyó mis pensamientos y dijo:

—Esto me recuerda a mi prisión.

Dijo «mi» prisión, y su voz entrecortada sonó como si fuera un bello recuerdo. Luego continuó:

—Hace unos días me dijo unas palabras… y no sé si pensó algo al decirlas. Dijo que todo es como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

Iba a responderle, pero no me dejó tomar la palabra y siguió hablando:

—Dígame… ¿hubo muchos que sacudieron la cabeza cuando me dejé encerrar? Se pensó: ¿por qué va Oscar Wilde a la cárcel?, ¿por qué no se pega un tiro en la cabeza?

—Sí, eso lo pensaron muchos.

—¿Y usted?

—Yo pensé que sus motivos tendría.

—El motivo lo acaba usted de decir: porque todo eso no es más que el sueño de un extraño que sueña con nosotros. Le miré y él me devolvió la mirada.

—Sí —continuó—, eso fue. Le he pedido que venga aquí para explicárselo.

Se quedó mirando fijamente el agua, pareció escuchar atentamente su gorgoteo. Un par de veces frotó la rodilla con el dedo índice de la mano izquierda, como si quisiera escribir letras. Tras un rato sin levantar la mirada, dijo:

—¿Quiere que se lo cuente?

—Claro. O.W. respiró profundamente varias veces.

—No era necesario que fuera a prisión. El primer día de la vista un amigo ya me dio a escondidas un revólver, el mismo con el que se mató Cyril Graham. Era un revólver pequeño y muy bonito, con las armas y el monograma de la duquesa de Northumberland en rubíes y crisoberilos, un espléndido pequeño revólver que era digno de ser empleado por Oscar Wilde. Cuando tras la sesión me volvieron a llevar a la cárcel, jugué con él en mi celda durante una hora. Me lo llevé a la cama, lo puse a mi lado y me dormí con la alegre tranquilidad de tener a un amigo seguro que en cualquier momento me podía liberar de los esbirros. Aun en el caso de que el jurado me declarase culpable, lo que yo por entonces no consideraba posible.

En esa noche tuve un sueño muy extraño. Junto a mí vi a un ser raro, una masa blanda semejante a un molusco que parecía acabar arriba en una careta. La criatura no tenía ni brazos ni piernas, era como una gran cabeza oblonga de la cual crecían instantáneamente, por todas partes, unos miembros viscosos. El conjunto tenía un color blancuzco verdoso, casi transparente, que corría entreverado en miles de líneas. Y con este ser estuve conversando, no me acuerdo sobre qué. Pero nuestra conversación se tornó cada vez más excitada. Por fin, la máscara se burló de mí con desprecio y dijo:

—¡Lárgate, no merece la pena seguir charlando contigo!

—¿Qué? —respondí yo—. ¡Esa sí que es buena! ¿Cómo puede atreverse a ser tan descarada una criatura que no es más que una quimera demencial fruto de mi cerebro?

La careta se frunció en una risa sarcástica, se inclinó un par de veces y luego cloqueó:

—¡Conque esas tenemos! ¿Que yo soy una quimera fruto de tu cerebro? No, mi pobre amigo, al contrario: yo sueño, y tú no eres más que un puntito diminuto en mi sueño.

Al decir esto aquella cosa sonrió maliciosamente, cada vez más, hasta que la máscara entera pareció convertirse en una enorme sonrisa. Luego desapareció y yo sólo veía esa sonrisa enorme en el aire.

Al día siguiente el juez me preguntó durante la vista sobre Parker:

—¿Así que le gusta cenar con jovencitos de las clases bajas? Yo respondí:

—¡Sí! En cualquier caso me gusta más que ser interrogado aquí.

Con esta respuesta el público estalló en una carcajada. El juez lo censuró y amenazó con despejar la sala si se repetía una vez más. Fue ahora cuando por primera vez dirigí mi mirada al fondo de la sala, reservado para el público. No vi a una sola persona, todo el espacio estaba ocupado por esa criatura espantosa y amorfa. La sonrisa maliciosa que me había atormentado toda la noche se dibujaba por toda la careta. Me llevé la mano a la cabeza: ¿era posible que todo eso fuera una comedia, una bufonada soñada por esa criatura?

Entretanto, el juez volvió a formular una pregunta que respondió Travers Humphreys, uno de mis abogados. Desde el fondo de la sala volvió a resonar una risa contenida. La careta pareció contraerse y emitir una suerte de cloqueo. Cerré los ojos y los mantuve cerrados con fuerza durante un rato, luego volví a mirar hacia atrás. Ahora vi a personas en los bancos; allí estaba sentado John Lane, mi editor, más allá Lady Welshbury y, junto a ella, Frank Harris. Pero a través de ellos, en ellos, sobre ellos se extendía la extraña criatura: de ella parecía originarse la sonrisa cansada.

Me obligué a apartar la mirada, no volví a mirar atrás. No obstante, me fue imposible seguir con atención el juicio, siempre sentía esa vil sonrisa maliciosa en la nuca.

Luego opinaron los señores miembros del jurado que yo era culpable. Cuatro agentes, cinco comerciantes en lana, harina y whisky, dos maestros de escuela y un maestro carnicero muy honorable enviaron a Oscar Wilde a la cárcel. Realmente muy gracioso.

O.W. dejó de hablar y se rió; mientras, tiró piedras al mar.

—¡Realmente muy gracioso! ¡Qué listos! ¿Sabe que el tribunal, todo tribunal, es la institución más democrática y plebeya que hay? Sólo el hombre común y corriente tiene un buen tribunal capaz de juzgarle. Los jueces están muy por encima, ¡y así debe ser! ¿Pero nosotros? Con ninguno de mis jueces habría intercambiado en algún lugar una palabra; ninguno conocía ni una sola línea de mis obras, ¿para qué? No la habría entendido. Y esas buenas gentes honradas, esas miserables lombrices pudieron enviar, con toda justicia, a Oscar Wilde a la cárcel. ¡Realmente muy gracioso!

Este pensamiento me ocupó cuando volví a estar solo en mi celda. Jugué con él, le di mil vueltas, de él hice media docena de aforismos, cada uno de los cuales tenía más valor que todos los jurados en Inglaterra durante todo el periodo glorioso de la gran reina. Y me quedé dormido la mar de divertido y satisfecho; mis aforismos eran realmente buenos, realmente.

Para cualquiera que haya sido condenado a unos años de prisión, la existencia despierta, se dice, es una tortura, y el sueño una bendición. En mi caso era diferente. Apenas me quedaba dormido, ya estaba la dichosa careta junto a mí.

—Tú —me dijo, y sonrió satisfecha—, tú eres un sueño de lo más divertido.

—¡Vete de aquí! —grité yo—, ¡me aburres! ¡No puedo soportar máscaras oníricas imaginarias!

—Una y otra vez la misma chifladura —se rió la criatura complacida—, ¡tú eres mi sueño!

—¡Y yo te digo que es al revés! —grité yo.

—Te equivocas —dijo la máscara.

Y comenzó una larga discusión, en la cual cada uno intentaba convencer al otro; la criatura refutaba todos mis motivos; cuanto más me excitaba, con tanta más íntima satisfacción se reía ella.

—Si yo soy tu sueño —exclamé yo—, ¿cómo es posible que hables conmigo en inglés?

—¿Qué dices que yo hablo contigo?

—¡Inglés, mi lengua materna! —dije yo triunfante—. Y eso demuestra…

—¿Estás chiflado? —se rió la máscara—, ¿que yo hablo tu lengua materna?

¡Naturalmente! ¡Fíjate!

Y ahora me di cuenta de que no estábamos hablando en inglés. Hablábamos un idioma que yo no conocía, pero que, no obstante, hablaba y entendía muy bien y que sin duda no tenía nada que ver con ninguna otra lengua universal.

—¿Ves cómo no tienes razón? —sonrió con malicia la cosa.

Yo no respondí; durante unos minutos imperó un profundo silencio. Pero al poco comenzó de nuevo:

—Sigues teniendo ese revólver tan bonito. Sácalo, me gustaría tanto soñar cómo te pegas un tiro. Tiene que ser muy divertido.

—¡Ni por mientes! —grite yo, tomé el revólver y lo arrojé a un rincón.

—Piénsalo bien —dijo la máscara, se dio la vuelta y me trajo el revólver—, es un arma muy bonita —dijo, y la puso de nuevo a mi lado, en la cama.


—¡Mátate tú si quieres! —bramé yo furioso, me di la vuelta y me metí los dedos en los oídos. Pero eso no sirvió de nada, comprendía cada palabra tan bien como antes. La careta estuvo toda la noche junto a mí, se reía y me pedía que por fin me matara.

Cuando me desperté, el vigilante abría precisamente la puerta para traerme el desayuno. Salí de la cama de un salto, como desquiciado, y le puse el revólver en la mano.

—¡Lléveselo enseguida, rápido, rápido! Esa máscara onírica no debe salirse con la suya.

La criatura volvió la noche siguiente.

—Qué lástima —dijo— que te hayas desprendido de ese pequeño revólver tan bonito. Pero aún puedes ahorcarte con los tirantes de tus pantalones. Eso también sería divertido.

Por la mañana rompí y rompí con indecible esfuerzo los tirantes hasta reducirlos a pequeños retales.

Así que fui a prisión. Oscar Wilde no tuvo el pundonor de emprender la lucha contra la necedad del mundo, de desempeñar el papel de héroe y de mártir ante los miserables tormentos diarios. Vivió como había vivido, o mejor, no vivió. Pero había un nuevo estímulo y una nueva lucha, una lucha como la que no luchaba apenas un mortal: yo quería vivir para mostrarle a una máscara onírica que yo vivía; mi existencia había de demostrar la inexistencia de otra criatura.

Los cartagineses tenían una pena: la fractura de huesos. Al condenado se le ataba, echado, a una estaca, luego el verdugo le rompía el miembro superior del dedo meñique de la mano derecha y se iba. Tras una hora exacta, regresaba para romperle al delincuente el dedo pequeño del pie izquierdo. Y una vez más, tras una hora, le rompía el primer miembro del dedo meñique de la mano izquierda y, después de una hora, el dedo pequeño del pie derecho. Ante los ojos del prisionero se había situado un gran reloj de arena, así podía constatar él mismo el paso del tiempo. Cuando caían los últimos granos de arena, sabía que había transcurrido una hora y que vendría el hombre a romperle el pulgar. Y luego el dedo grande del pie, y el dedo corazón de la mano, y el dedo índice, miembro tras miembro, con mucha precaución para no romper más de lo debido. Y luego el hueso nasal y el antebrazo y la pierna, cada hueso uno por uno, se entiende. Era una historia de lo más pormenorizada, duraba varios días hasta que el verdugo le rompía el espinazo.

Hoy se emplea un método diferente: mejor. Toma mucho más tiempo, y es el gran arte de todas las torturas. Mire, mis miembros están indemnes y, no obstante, todo lo mío y lo que está en mí está roto, cuerpo y espíritu. Dos años tardaron en Reading Gaol en romper a O.W; allí dominan su arte: ¡C. 3. 3. es una buena publicidad para ellos!

Le digo esto para mostrarle que mi lucha no fue fácil, la máscara tenía realmente todas las ventajas consigo. Venía todas las noches y también con frecuencia de día; deseaba soñar que me mataba, y siempre me sugería nuevos medios para lograrlo.

Transcurrido un año, sus visitas comenzaron a reducirse.

—Me aburres —vino a decirme una noche—, no eres digno de representar un papel principal en mis sueños. Hay otras cosas que son más divertidas. Creo que te estoy olvidando lentamente.

Y ya ve, yo lo creo también: me olvida lentamente. De vez en cuando vuelve a soñar un instante conmigo, pero yo siento cómo mi vida, esta vida onírica, se desvanece paulatinamente. No estoy enfermo, pero siento cómo desaparece mi energía vital; ¡la bestia ya no quiere soñar más conmigo! Cuando me olvide del todo, me apagaré.

Oscar Wilde se levantó de pronto. Se mantenía aferrado a la pared rocosa, sus rodillas temblaban, los ojos cansados se salieron de sus órbitas.

—¡Allí, allí está! —gritó.

—¿Dónde?

—¡Allí, allí abajo!

Señalaba hacia algo con el dedo. El agua verde azulada se onduló sobre un risco y volvió a descender lentamente. Y, ciertamente, en esa honda penumbra la roca húmeda mostró un rostro: una máscara burlona y complacida sonreía con todo su hocico.

—¡Es un risco! —grité.

—¡Sí, claro, un risco! ¿Acaso cree que no lo veo? Pero ahí está la máscara. Le puede dar su forma a cualquier cosa. ¡Mire cómo se ríe!

Se reía, eso era innegable. Y tuve que reconocer que el risco con el agua escurriéndose por su superficie ofrecía el mismo aspecto que la criatura que había descrito, era igual.

—Créame —dijo Oscar Wilde cuando los pescadores vinieron a recogernos en su barca—, créame, es imposible dudarlo. Renuncie a sus magníficas ideas sobre la humanidad: la vida humana y toda la historia universal no son más que un sueño estrafalario de una criatura que sueña con nosotros.



Isla de Capri, mayo de 1903

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