No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El arrancacorazones

 De Boris Vian  

1 

28 de agosto 

El camino seguía el borde del acantilado. A ambos lados crecían calaminas en flor y liosas ya marchitas, con los pétalos ennegrecidos esparcidos por el suelo. Unos insectos puntiagudos habían perforado la tierra con millares de pequeños agujeros; bajo los pies, era como una esponja muerta de frío. 

Jacquemort avanzaba sin prisas, contemplando cómo el corazón rojo oscuro de las calaminas latía bajo la luz del sol. A cada pálpito se elevaba una nube de polen, que volvía a caer en seguida sobre las hojas agitadas por un lento temblor. Las abejas, distraídas, se tomaban un descanso. 

Del pie del acantilado se elevaba el rumor ronco y suave de las olas. Jacquemort se detuvo y se inclinó sobre el estrecho reborde que lo separaba del vacío. Abajo, al fondo del abismo, todo estaba muy lejos, y en los huecos de las rocas la espuma temblaba como gelatina en verano. Olía a algas calcinadas. Presa de vértigo, Jacquemort se arrodilló en la hierba terrosa del estío, apoyó en el suelo sus dos manos extendidas y, al hacer este gesto, se encontró con cagarrutas de cabra de contornos extrañamente irregulares, lo que le permitió llegar a la conclusión de que entre estos animales se encontraba un cabrón de Sodoma, especie que hasta el momento había creído extinguida. 

Ahora ya no tenía tanto miedo, y se atrevió a inclinarse de nuevo sobre el acantilado. Los enormes paredones de roca roja se hundían verticalmente en el agua poco profunda y resurgían casi de inmediato para formar el acantilado rojo en cuya cresta Jacquemort, de rodillas, se asomaba. 

Arrecifes negros, lubricados por la resaca y coronados de un anillo de vapor, emergían aquí y allí. El sol corroía la superficie del mar y la ensuciaba con pintadas obscenas. 

Jacquemort se incorporó, reemprendió la marcha. Había una curva en el camino. A la izquierda vio helechos ya teñidos de orín y brezos en flor. Sobre las rocas desnudas brillaban los cristales de sal que depositaba la marea. El terreno, hacia el interior, se elevaba en una escarpada pendiente. El camino contorneaba enormes masas de granito negro, y lo jalonaban de vez en cuando nuevas cagarrutas de cabra. De cabra, ni una. Los aduaneros las mataban, por las cagarrutas. 

Apresuró el paso, y de pronto se encontró en la sombra, puesto que los rayos del sol ya no alcanzaban a seguirlo. Aliviado por el frescor, aceleró aún más la marcha. Y las flores de calamina pasaban ante sus ojos como una cinta de fuego continuo. 

Se dio cuenta, a la vista de ciertos indicios, de que se estaba acercando, y tuvo buen cuidado en alisarse la barba roja y puntiaguda. Tras lo cual reemprendió alegremente el camino. Por un instante, pudo ver la casa entera, entre dos pilones de granito, tallados por la erosión en forma de pirulí, que parecían pilares de una gigantesca poterna. Pero volvió a perderla de vista al primer recodo. Estaba situada bastante lejos del acantilado, muy en alto. Y luego, cuando hubo pasado entre los dos bloques sombríos, se le descubrió otra vez por completo, muy blanca, rodeada de árboles insólitos. Del portón arrancaba una línea blanquecina que serpenteaba perezosamente ladera abajo y al final desembocaba en el camino. Jacquemort se encaminó en esa dirección. Ya a punto de coronar la cuesta, echó a correr al escuchar los gritos. 

Desde el pórtico abierto de par en par a la escalera, una mano previsora había tendido una cinta de seda roja. La cinta subía por la escalera y terminaba en la habitación. Jacquemort la siguió. La madre descansaba en su cama, presa de los ciento trece dolores del parto. Jacquemort soltó su maletín de cuero, se subió las mangas y se enjabonó las manos en una pileta de lava en bruto.


Solo en su habitación, Angel se extrañaba de no estar sufriendo. Oía los gemidos de su mujer en la habitación de al lado, pero no podía ir y cogerle las manos, porque ella lo habría amenazado con su revólver. Prefería seguir gritando sola, porque odiaba su barriga enorme y no quería que la viera nadie en este estado. Hacía dos meses que Angel esperaba, solo, a que todo terminara; se distraía meditando sobre cuestiones sin la menor importancia. Se dedicaba también con bastante frecuencia a dar vueltas por la habitación, pues se había enterado leyendo reportajes de que los prisioneros dan vueltas como los animales enjaulados; pero ¿de qué animales se trataba? Dormía y procuraba dormir pensando en el culo de su mujer, ya que, visto el estado del vientre, prefería pensar en ella de espaldas. Una de cada dos noches, se despertaba sobresaltado. En términos generales, el mal estaba hecho, lo que no tenía nada de satisfactorio. 

Los pasos de Jacquemort resonaron por la escalera. Al mismo tiempo cesaron los gritos de su mujer, y Angel quedó estupefacto. Acercándose sigilosamente a la puerta, intentó ver algo, pero se lo impedía el pie de la cama, y, pese a que torció dolorosamente el ojo derecho, no obtuvo resultados apreciables. Se enderezó y alargó el oído, a nadie en particular. 

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