No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El diablo enamorado

 De Jacques Cazzote 

(Fragmento)


I

A los veinticinco años yo era capitán de los guardias del rey de Nápoles. Llevábamos una vida de camaradería y como jóvenes que éramos, nos dedicábamos a las mujeres y al juego en la medida en que lo permitía nuestra bolsa, y filosofábamos en los cuarteles cuando no nos quedaba otro recurso.

Una noche después de habernos agotado en razonamientos de toda índole alrededor de un pequeño frasco de vino de Chipre y algunas castañas secas, la conversación recayó sobre la cábala y los cabalistas.

Uno de nosotros pretendía que era una ciencia real y cuyas operaciones eran seguras; cuatro de los más jóvenes sostenían que era un montón de absurdos, una fuente, de picardías propias para engañar a las gentes crédulas y divertir a los niños. El mayor de todos nosotros, flamenco de origen, fumaba una pipa con aire distraído y no decía palabra. Su aspecto frío y su distracción me servían de espectáculo a través de aqu el discordante guirigay que nos aturdía y me impedía tomar parte en una charla demasiado desordenada como para que pudiese interesarme.

Estábamos en el cuarto del fumador; la noche avanzaba. La tertulia se disolvió y nos quedamos solos nuestro hombre y yo.

Continuó fumando flemáticamente; yo me quedé apoyado con los codos sobre la mesa, sin decir nada. Finalmente, fue él quien rompió el silencio.

«Joven –me dijo–, acabáis de oír mucho ruido. ¿Por qué os habéis mantenido al margen de la barahúnda?

–Prefiero callarme –le respondí– antes que aprobar o censurar algo que no conozco. Ni siquiera sé lo que, quiere decir la palabra cábala.

–Tiene varios significados –me dijo–, pero no se trata de ellos, sino de la cosa en sí. ¿Creéis que pueda existir una ciencia que enseñe a transformar los metales y a reducir a los espíritus bajo vuestra obediencia?

–Nada conozco de los espíritus, comenzando por el mío, salvo que estoy seguro de su existencia. En cuanto a los metales, sé el valor de, un carlín en el juego, en la posada y en otros lugares, y nada puedo afirmar ni negar acerca de la esencia de unos y otros, de las modificaciones e impresiones de que son susceptibles.

–Mi joven amigo, mucho me complace vuestra ignorancia; es tan valiosa como la doctrina de los demás: al menos no vivís en el error y, si bien no estáis instruido, sois susceptible de estarlo. Vuestro natural, la franqueza de vuestro carácter, la rectitud de vuestro espíritu, me agradan. Sé algo más que el común de los mortales; juradme el mayor secreto empeñando vuestra palabra de honor, prometed conduciros con prudencia y seréis mi discípulo.

–El ofrecimiento que me hacéis, mi querido Soberano , me resulta muy agradable. La curiosidad es mi pasión más fuerte. Os confesaré que, por naturaleza,me han despertado poco interés los conocimientos ordinarios; siempre me han parecido demasiado limitados, y he adivinado esa esfera elevada a la que queréis ayudarme a subir. Pero, ¿cuál es la primera clave de la ciencia a que os referís? Según lo que decían nuestros compañeros en la discusión, son los propios espíritus quienes nos instruyen. ¿Es posible relacionarse con ellos?.

–Vos lo habéis dicho, Alvaro: nada aprenderíamos por nosotros mismos. En cuanto a la posibilidad de nuestras relaciones con ellos, voy a daros una prueba que no admite réplica.»

Mientras decía estas palabras, daba fin a su pipa. La golpea tres veces para hacer salir un poco de ceniza que quedaba en el fondo, la coloca sobre la mesa, bastante cerca de mí, y alza la voz, diciendo: «Calderón, ven a buscar mi pipa, enciéndemela y tráemela de nuevo.»

Apenas terminaba el mandato cuando vi desaparecer la pipa; y, antes de que hubiese podido razonar sobre los medios, ni preguntar quién era ese Calderón encargado de sus órdenes, la pipa encendida había regresado y mi interlocutor había reemprendido su ocupación.

Continuó en ella por algún tiempo, menos para saborear el tabaco que para disfrutar de la sorpresa que me ocasionaba. Luego, levantándose, dijo: «Entro de guardia al amanecer; debo descansar. Id a acostaros; sed prudente y volveremos a vernos.»

Me retiré lleno de curiosidad y hambriento de las ideas nuevas que muy pronto colmarían mi espíritu con la ayuda del Soberano. Lo vi al otro día, y los siguientes: no tuve otra pasión; me convertí en su sombra.

Le hacía mil preguntas; él eludía unas y respondía a otras con un tono de oráculo. Finalmente, lo urgí sobre el asunto de la religión de sus iguales. «Es –me respondió– la religión natural.»

Entramos en algunos detalles. Sus decisiones cuadraban mejor con mis inclinaciones que con mis principios, pero quería llegar a mi objetivo y no debía contrariarlo.

«Mandáis a los espíritus –le decía–. Quiero, como vos, tener trato con ellos. Lo quiero. ¡Lo quiero!

–Sois impulsivo, compañero. Aún no habéis superado vuestro tiempo de prueba; no habéis satisfecho ninguna de las condiciones bajo las cuales se puede abordar sin temor esa sublime categoría.

–¿Y me falta mucho tiempo?

–Quizá dos años.

–Abandono este proyecto –exclamé–. Moriría de impaciencia en el intervalo. Sois cruel, Soberano. No podéis concebir la violencia del deseo que habéis creado en mí: me quema...

–Joven, os creía más prudente, me hacéis temblar, por vos y por mí. ¿Os expondríais acaso a evocar a los espíritus sin ninguna de las preparaciones...?

–¿Y qué podría sucederme?

–No digo que necesariamente os suceda algo malo. Si tienen poder sobre nosotros es porque nuestra

debilidad, nuestra pusilanimidad, se lo otorga; en el fondo, hemos nacido para mandarlos.

–¡Ah! ¡Los mandaré!

–Sí, tenéis un corazón ardiente. Pero si perdéis la cabeza, si os asustan hasta el punto de que...

–Si basta con no temerlos, no les será fácil asustarme.

–¿Y si vierais al Diablo?

–Le tiraría de las orejas al gran Diablo del infierno.

–¡Bravo! Si estáis tan seguro de vos, podéis arriesgaros, y os prometo mi asistencia. El viernes próximo os invito a cenar con dos de los nuestros. Llevaremos a cabo la aventura.»


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