de Mario Moreno "Cantinflas"
(Fragmento)
CAPÍTULO
PRIMERO
EL silbato de la locomotora rasgó el silencio de la
noche —con ese aullido agudo y melancólico de los ferrocarriles europeos— y
anunció su aproximación a la capital de Pepeslavia.
Los pasajeros del compartimiento número 7 abrieron
gradualmente los ojos y bostezaron en diferentes posturas, menos el ocupante de
uno de los asientos inmediatos a la ventanilla, que continuó profundamente dormido
con la cabeza apoyada en el cristal y las manos entre las piernas encogidas. Su
compañero de al lado, un individuo mitad hombre y mitad bigotes, se creyó en la
obligación de despertarlo y le dio ligeramente con el codo en las costillas.
—¡Eh, monsieur! —le dijo, haciendo gala de su
poliglotismo—. Monsieur… gospodin… signore…
El
pasajero de la ventanilla contestó con un ronquido.
—¡Oiga! —insistió el buen samaritano—.
¡Despierte, que ya estamos llegando!…
El
dormilón, sin abrir los ojos, chasqueó la lengua y se acurrucó más en el rincón
del asiento.
—Déjeme el café en la mesita —balbuceó plácidamente—.
Después le doy su propina, joven.
Bigotes miró a los demás pasajeros y se encogió de
hombros, como dando a entender que se trataba de un caso perdido. Después
estiró los brazos y las piernas, se levantó del asiento y buscó su destartalado
equipaje.
—Qué felicidad —comentó con un oficial que
se ajustaba la capa—, poder dormir así en un vagón de tercera…
—¡Bah! —Replicó el oficial—. Estos hombres
del trópico son capaces de dormir sobre un hormiguero. Sólo se despiertan para
hacer revoluciones o para bailar el mambo.
—¿De dónde dijo que era?
—¡Qué sé yo!… De una republiquita
latinoamericana, de ésas que exportan plátanos y están dominadas por el
imperialismo yanqui, a través de una serie de generales llenos de medallas.
—De la República de Los Cocos —terció otro pasajero,
que se limpiaba unas migajas del chaleco.
Al oír el nombre de su país, el dormilón abrió un ojo,
luego el otro, miró a su alrededor y se incorporó lentamente en el asiento.
—¿Los Cocos? —Preguntó después de un gran
bostezo—. ¿Quién dice que estamos llegando a Los Cocos?
—Nadie ha dicho eso —sonrió Bigotes—. A
donde estamos llegando es a Troleburgo.
—¡Ah, caray! ¿Tan pronto? Si acabamos de pasar la
frontera…
—En Europa Central las distancias son cortas —explicó
su interlocutor, enfundándose en un abrigo de pieles que despedía un tufillo a
ajo y a sudor reconcentrado—. Además, cruzamos la frontera a las seis de la
tarde y ya van a dar las once de la noche.
—Como quien dice, venimos retrasados
—sonrió burlonamente el latinoamericano.
El oficial le dirigió una mirada
hostil:
—Supongo que en su país los trenes nunca se
retrasan.
—¡Nunca!
Jamás ha llegado tarde un tren en Los Cocos.
—¿Cómo es posible? —preguntó Bigotes.
—Se los manejarán los americanos —comentó el
oficial con una mueca de desprecio.
—No, joven. Lo que sucede es que en mi país
no hay trenes.
Los pasajeros se miraron una a otro con asombro.
—Ésa es una de las ventajas de ser país subdesarrollado
—dijo el hombrecito del trópico volviendo a acurrucarse—. Entre menos se tiene,
menos se sufre, como aseguran que aseguró Aristófanes…
Píndaro López trató de volver a conciliar el sueño,
pero se lo impidió el revuelo de sus compañeros de compartimiento, al bajar
maletas y ponerse los abrigos. Con el dorso de la mano limpió el vaho que
empañaba el cristal de la ventanilla y miró hacia afuera. A través de los
churretes de hollín contempló el paisaje nevado y las luces macilentas de los
primeros arrabales de la ciudad. Taca-ta-tás, taca-ta-tás, taca-ta-tás…
repetían monótonamente las ruedas sobre los carriles. Brilló una luz roja y el
tintinar de una campana pasó como exhalación. Taca-ta-tás, taca-ta-tás,
taca-ta-tás… Después aulló nuevamente el lúgubre silbato de la locomotora.
Dicen que los que se ahogan, en el breve instante de
agonía cuando el agua invade sus pulmones, ven transcurrir en cuestión de
segundos los acontecimientos más significativos de sus vidas. Así le ocurrió
ahora a Píndaro López. Mirando a través de la opaca ventanilla, le pareció ver
el telegrama que lo arrancó de su último puesto, una risueña capital del Medio
Oriente:
«Para
su traslado a Troleburgo, Pepeslavia, se le giran pasajes y viáticos».
Como
tantos otros telegramas lo habían arrancado de tantos otros sitios: del Japón,
de Portugal, de Guatemala, del Líbano, de Suecia, de Falfurrias, Texas… Un
papelito amarillo unas veces, azul las otras, lo había lanzado de un extremo a
otro del globo. Se le giran pasajes y viáticos…
«Ojalá
me hubieran girado también un abrigo», pensó para sus adentros. «Aquí debe
hacer más frío que en Siberia»…
«Veinte años de Canciller de Quinta», continuó pensando
con cierta melancolía, mientras veía caer oblicuamente los copos de nieve. «Aunque
me doy de santos que no hay de sexta… ¿El escalafón? Muy bien, gracias. Lo
respetamos tanto como a la Constitución, y por eso lo conservamos muy bien
guardadito. Nadie lo toca. Embajadores, Ministros y Cónsules Generales de puro
dedo. El Servicio Diplomático se ha convertido en una recompensa para los
compadres que ayudaron en la última campaña presidencial, o en exilio dorado
para aquéllos a quienes se quiere tener alejaditos… ¿Pero a los de carrera? Ya
se les giran pasajes y viáticos… y confórmense con poder mantener el alma
hilvanada al cuerpo».
El tren aminoró su marcha y Píndaro López volvió a
pasar el dorso de la mano por los cristales. Las casuchas de los arrabales
quedaron atrás y ahora aparecieron los corralones y patios ferrocarrileros,
sumidos en una oscuridad que apenas permitía distinguir las siluetas de los
vagones inmóviles sobre las vías. La nieve se convirtió en lodo. Las luces amarillentas de la estación brillaron a lo lejos.
Pepeslavia, capital
Troleburgo.
Población del país:
1,500,000 habitantes. Enclavado en una espuela de los Cárpatos.
Régimen político: popular socialista.
Raza: eslava, con
minorías germánicas, húngaras, croatas, albanesas y turcas, lo cual explica que
sea una olla de grillos.
Producción: cereales,
cinturones bordados y emigrantes a América.
Bandera nacional: roja con bordes negros y en el centro
una hoz y un cuchillo.
Así decía el almanaque que consultó el canciller López
cuando recibió el telegrama.
Un rechinido de ruedas sobre rieles
congelados lo sacó de su ensimismamiento. Sus compañeros de viaje, con el
equipaje en la mano, se agolpaban en el pasillo del vagón, empujándose unos a
otros en el afán de salir y conseguir maletero.
Píndaro López miró por última vez a través
de la ventanilla y contempló una multitud abigarrada, envuelta en gruesos
gabanes de pieles, con botas de cuero hasta las rodillas, que iba y venía por
el andén entre las bocanadas de vapor de la locomotora. Rostros eslavos, casi
mongólicos, de facciones duras, con pómulos salientes y cabellos de un rubio
desteñido. Las mujeres llevaban la cabeza envuelta en pañoletas y buscaban a su
prole con cacareos de gallina clueca; otras miraban ansiosamente hacia las
ventanillas del tren, tratando de localizar a algún pariente que llegaba. Los
hombres discutían precios con los maleteros, mostrando patéticamente un puñado
de monedas de latón en la palma de la mano. Y de dos en dos, siniestros, los
guardias pepeslavos caminaban por el andén con el gesto agrio, enfundados en
sus gruesos capotes militares, con gorros de Astrakán y el fusil cruzado a la
espalda. A su paso, la gente guardaba silencio y se hacía discretamente a un
lado.
Píndaro se incorporó lentamente del asiento, se puso la
gabardina y recogió su única maleta, pensando en lo agradable que sería el
tener a alguien esperándolo en la estación, especialmente si ese alguien
tuviese forma femenina. Echando un vistazo alrededor del compartimiento, bajó
al andén y se abrió paso entre la multitud indiferente. Al salir a la calle,
una bocanada de viento helado lo hizo doblarse de frío. Levantándose el cuello
de la gabardina, dejó la maleta en el suelo y esperó resignadamente que viniera
un taxi.
Así llegó a Troleburgo Píndaro López, Canciller de
Quinta de la Embajada de Los Cocos ante el gobierno de Pepeslavia. Nada, en ese
momento, podía hacerle pensar que éste iba a ser el puesto más trascendental de
su carrera.
A la mañana siguiente, el canciller López
se levantó temprano a pesar del frío. Arropándose con la colcha y un cobertor,
se acercó a la ventana del hotel, frotó los cristales y miró hacia afuera. El
cielo estaba plomizo y la calle cubierta de nieve; por ella transitaban
apresuradamente grupos de obreros y mujeres envueltas en chales, que al llegar
a la esquina se detenían para formar una cola interminable. De vez en cuando
pasaban autobuses destartalados y la gente de la cola se subía en ellos
ordenadamente, con mansedumbre de rebaño. Al cabo de algún tiempo la calle
quedó desierta, salvo uno que otro automóvil de modelo muy antiguo, o algún
carricoche tirado por un caballo entelerido, que se abrían paso trabajosamente
a través de la nieve.
Píndaro se estremeció. Sentía frío en el
cuerpo y en el alma. Lo poco que había visto de la ciudad la noche anterior, y
ahora en este gris amanecer, le daba una impresión de miseria y melancolía. Por
un momento experimentó un deseo irresistible de volver a la estación y de tomar
el primer tren que volviese a las soleadas costas del Mediterráneo. Desde ahí
podría enviar un telegrama mandando al cuerno al Ministerio. Conseguiría un
empleo cualquiera como camarero en un hotel, como escribiente, como guía de
turistas… con el dinero que ahorrase podría volver a su país, donde hacía sol
todo el año y la gente era experta en el arte de vivir con un mínimo de
esfuerzo. ¡Al diablo los expedientes y los telegramas cifrados! ¡Se acabaron
las visas y los referendos! ¡Al demonio con el ascenso que nunca llegaba!
Mentalmente se puso a redactar el telegrama en que presentaría su renuncia,
sugiriéndole delicadamente al Director de Personal lo que podría hacer con el
escalafón y los traslados…
Sin embargo, la disciplina de veinte años
de carrera lo hizo volver a la realidad. Píndaro miró automáticamente su reloj
y se dio cuenta de que tendría que apresurarse para llegar a tiempo a la
Embajada, máxime que aún no conocía la ciudad y no sabía a punto fijo en donde
se encontraban las oficinas. Tiritando de frío se dirigió al cuarto de baño y
dejó correr el agua del lavabo, con la esperanza de que saliera un poco tibia.
Mirándose al espejo, sonrió al recordar la cantidad de veces que había pensado
en renunciar al llegar por primera vez a un puesto. Las impresiones iniciales
siempre despertaban en él una rebeldía innata, un deseo latente de ser dueño de
su propio destino. Pero después, poco a poco, se iba acostumbrando al nuevo
sitio.
En el fondo el canciller López era de
temperamento alegre y optimista, y sabía sacarle partido a cualquier situación.
Por lo pronto —pensó— era necesario conseguirse una novia: ésa era la mejor
forma de aprender el idioma local y, en este condenado lugar, de combatir el
frío. Por regla general pronto se hacía de amigos y se llevaba bien con sus
jefes y compañeros de trabajo. Inclusive llegaba a hacerse indispensable:
«Lopitos, el expediente de comercio exterior… Lopitos, cómo se dice tal cosa en
francés… Lopitos, vaya usted a la aduana… Lopitos, prepare una nota… Lopitos,
hay que hacer las cuentas de fin de mes… Lopitos, no se le olvide la relación
del inventario»… Y Lopitos siempre decía que sí a todo, y cumplía sus
obligaciones —y las de los demás— de buen humor y con eficacia. A veces con
travesura, pues era amigo de bromas y de desinflar vacas sagradas, pero siempre
con diligencia.
Lopitos por acá, Lopitos por allá… Sólo en
el Ministerio no se acordaban de Lopitos más que para enviarle periódicamente
el telegrama de rigor: «Para su traslado al rabo del mundo, ya se le giran
pasajes y viáticos».
El canciller se dio cuenta de que, a menos
de producirse un milagro, el agua del grifo no saldría ya más caliente. Y como
era un hombre realista, dejó caer la colcha y el cobertor al suelo y empezó a
enjabonarse, pensando para sus adentros que era inútil esperar milagros, ya que
éstos se encuentran terminantemente prohibidos por la ley en los países de
régimen popular socialista…
A las nueve de la mañana en punto, el taxi
lo depositó frente a la Embajada de la República de Los Cocos. Era éste un
edificio de nobles proporciones, rodeado de un gran jardín cubierto de nieve.
Sobre la reja de la entrada aparecía el escudo nacional —una palmera solitaria—
y por encima flotaba la bandera, azul, roja y azul, con una estrella blanca de
seis puntas. Píndaro pagó al taxista, le dio un cigarro de propina y
mentalmente se cuadró ante la bandera. Después se dirigió a la puerta.
Dos guardias pepeslavos, de imponentes
bigotes y con pistolón al cinto, salieron de una caseta de madera y le cerraron
el paso.
—La documentación —dijo uno de ellos en
francés gutural.
—Soy el nuevo canciller de la embajada
—explicó Lopitos en el mismo idioma.
—La documentación —repitió el guardia.
Con un gesto de disgusto, Píndaro López
sacó su pasaporte y se lo entregó al cancerbero.
—Le repito que soy empleado de la embajada.
Vengo a tomar posesión de mi puesto.
El guardia no se dignó contestar y empezó a
revisar el documento, hoja por hoja, con lentitud exasperante. Después se lo
pasó a su compañero y éste repitió el proceso. Al tratar de pasar una página,
se humedeció un dedo.
—¡Cuidado, que me lo despinta! —protestó
Lopitos.
Los guardias, sin responder palabra,
miraron al canciller con expresión bovina y luego uno de ellos se dirigió a la
caseta. Desde ahí llamó por teléfono, sin quitarle la vista de encima al
canciller, que tiritaba de frío. El guardia gruñó algo en un idioma
ininteligible, esperó la respuesta y colgó el aparato. Salió de la caseta, y
siempre sin decir palabra, le devolvió el pasaporte; empujó la reja y le señaló
con la mano enguantada un chalet que se encontraba al fondo del jardín,
separado del edificio principal.
—Oficinas —dijo el guardia.
—Primera vez que para entrar en una
embajada de mi país necesito la bendición de un polizonte —replicó Lopitos
mirándolo de arriba a abajo.
El guardia se limitó a encogerse de
hombros. El canciller se arrebujó en su gabardina y cruzó por el sendero,
haciendo crujir la nieve bajo las delgadas suelas de sus zapatos, más
apropiados para las playas mediterráneas que para estos gélidos valles
balcánicos. Al llegar a la puerta del chalet, se detuvo un momento para leer un
letrero:
EMBAJADA DE LA REPÚBLICA DE LOS COCOS
CANCILLERÍA
HORAS DE OFICINA: LUNES A VIERNES
DE LAS 10.30 a LAS 10.45 A. M.
Lopitos consultó su reloj, sonrió y movió
la cabeza de un lado a otro. Con un dedo morado por el frío, tocó el timbre
insistentemente; al ver que no le abrían, pegó con el borde del zapato sobre la
parte inferior de la puerta. Poco después escuchó unos pasos que se acercaban y
una voz aguardentosa que decía, con el acento inconfundible de Los Cocos:
—Ya van, hombre, ya van…
El canciller sintió que le volvía el calor
al cuerpo. En cualquier parte del mundo hubiera reconocido la voz de su colega
y amigo, el Tercer Secretario don Serafín Templado.
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