No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El ataque

 de Mijalíl Bulgákov

Una luz pálida, oblicua rasgó el negro amasijo de la ventisca y al instante la bruma vomitó los largos y oscuros morros de los caballos.

Un resoplido. Luego estalló la luz por segunda vez. Abraham cayó en la nieve profunda ante el empuje del morro informe y el pecho pavoroso de un caballo, rodó sin soltar el fusil de las manos... Pisoteado, maltrecho, se levantó entre torbellinos de perlas y un enjambre de insectos.

No notó el frío. Al contrario, un ardor muy seco recorrió todo su cuerpo, y el ardor dio paso a un sudor que le alcanzó las plantas de los pies. Fue entonces cuando Abraham conoció lo que es el pánico.

La ventisca y el pánico ardiente cegaron sus ojos, por unos instantes no vio absolutamente nada. En la fría oscuridad caía oblicua la nieve; ante sus ojos se deslizaron unos anillos de fuego.

—Prueba a disparar... prueba, perro— le llegó desde arriba una voz, y Abraham comprendió que la voz provenía desde lo alto del caballo.

Entonces, quién sabe por qué, se acordó del fuego en la negra estufa, de la acuarela inacabada en la pared: un día de invierno, la casa, el té, el calor. Comprendió que había sucedido justamente aquello tan absurdo y pavoroso que le había venido a la cabeza mientras pensaba en su puesto de guardia, mirando alerta y asustado los remolinos de la ventisca. ¿Disparar? ¡Oh, no! No pensaba hacerlo. Abraham dejó caer el fusil sobre la nieve y suspiró en un estremecimiento. Era inútil disparar; los morros de los caballos asomaban entre la mole ahora menos espesa de la ventisca. No lejos se vislumbraba la caseta de guardia y un montón gris de harapos que parecía una pila de escudos abandonados. Muy cerca se dibujó oscura, informe, la figura de Streltsov, el segundo centinela, con un capuchón puntiagudo; el tercero, Schukin, había desaparecido.

—¿Qué regimiento? —preguntó ronca la voz.

Abraham lanzó un suspiro y, al parecer, con la esperanza de ver por un instante el cielo, alzó los ojos, pero de arriba sólo caía frío y oscuridad. El torbellino crecía hacia lo alto y no había ningún cielo.

—¡Con que no quieres hablar! —sonó también desde lo alto pero de otra dirección, y Abraham sintió al instante, palpable, a través del aullido de la ventisca, una gran ira contenida. No tuvo tiempo de cubrirse. Algo negro y duro saltó como un pájaro ante su rostro y acto seguido un dolor furioso y ardiente le quebró las mandíbulas, el cerebro y los dientes; creyó que toda la cabeza le había reventado en una llamarada.

—A-a-a —pronunció en un estremecimiento Abraham, masticando el crujiente amasijo de huesos en la boca y ahogándose con la sangre salada.

Al instante, en el haz azul pálido, desgarrado de la linterna eléctrica, brilló Streltsov, y se dibujó con perfecta claridad Schukin, el tercer centinela, caído hecho un ovillo sobre un montón de nieve

—¡¿Qué regimiento?! —aulló la ventisca.

Abraham, convencido de que el segundo golpe sería más terrible que el anterior, contestó con una voz entrecortada:

— El regimiento de guardia.

Streltsov se apagó para brotar de nuevo. Los insectos de la ventisca revoloteaban en un enjambre inofensivo, saltaban y daban vueltas en el brillante haz de luz.

—¡Anda! ¡Pero si es un judío! —cortó la oscuridad una voz tras la linterna.

La linterna giró, dejó a oscuras a Streltsov y se clavó con su gran ojo abultado en la misma cara de Abraham. La pupila de la linterna lanzaba destellos. Abraham vio la sangre en sus manos, un pie en el estribo y un cañón negro y delgado que asomaba de una pistolera de madera.

—¡Un judío! ¡Un cerdo judío! —rezongó alegre el huracán a sus espaldas.

—¿Y el otro? —preguntó ansiosa una voz de bajo.

Abraham sólo oía por el oído izquierdo, el derecho estaba muerto, tan muerto como la mejilla y el cerebro. Se limpió con una mano la sangre pegajosa y espesa de los labios, un dolor ardiente corrió por la mejilla izquierda y se hundió en el pecho y el corazón. La linterna dejó a oscuras la mitad de Abraham, el círculo de luz mostró por entero a Streltsov. Una mano bajó de la silla y barrió el capuchón de la cabeza de Streltsov cuyos cabellos se pusieron de punta.

Streltsov meneó la cabeza, abrió la boca e inesperadamente se dirigió en voz baja hacia la nieve de la ventisca:

—A-ha, bandidos. ¡Me cago en vuestra alma!

La luz saltó hacia arriba, cayó a los pies de Abraham. Un golpe sordo se abatió sobre Streltsov. De nuevo avanzó el morro del caballo.

Los dos —Abraham y Streltsov— se encontraban el uno junto al otro cerca de la alta pila de escudos, envueltos siempre en el mismo resplandor azulado de la linterna, y, casi pegados a ellos, se agitaban desmontando de sus caballos unos hombres cubiertos de capotes grises. En el haz de luz aparecían ora un fusil y una mano, ora una cola roja y un galón con su borla sobre un gorro, ora un bocado tintineante, mordido y en envuelto una espuma blanquecina.

A lo lejos brillaban dos luces: una blanca, en la estación, fría y alta, y otra baja, enterrada en la nieve, al otro lado de la vía. La ventisca amainaba, cada vez nevaba menos; ya no silbaba ni zarandeaba el viento; la nieve cada vez más débil, volaba cadenciosa y suave rociando la cara y el cogote con nubes secas y frías.

Streltsov tenía pegada al rostro una máscara roja; por su osadía, recibió una larga y dura paliza, le habían destrozado la cabeza. Enfurecido por lo golpes, perdió toda sensibilidad al dolor y, mirando con un ojo abierto y lleno de odio y con el otro ensangrentado, ciego, apoyado con las manos dislocadas sobre la pila, entre silbidos y toses, ahogándose en sangre, decía:

—Uh... bandidos... La madre que os... Os atraparán a todos, os fusilarán... a todos...

De vez en cuando una figura con una pistola negra y huesuda irrumpía en el haz de luz y golpeaba con la culata a Streltsov. Entonces el hombre perdía fuerzas, rugía y sus pies resbalaban sobre el montón y se mantenía de pie sólo con la ayuda de las manos.

—¡Daos prisa!

—¡Más deprisa!

Del lado de la alta y blanca luz de la estación llegó en abanico una detonación que enmudeció al instante.

—¡Pega ya, acaba de una vez! —exclamaba ronco Streltsov—. ¿Te gusta ver sufrir? A qué hacer sufrir en vano...

Streltsov sólo llevaba la camisa y unos pantalones acolchados de color amarillo; habían desaparecido el capote y las botas, y cuando sus pies resbalaban sobre los escudos los peales caídos y sucios corrían tras él. Abraham en cambio seguía con su repugnante abrigo y con las botas de fieltro puestas. Nadie les echó el ojo, y la paja dorada, como siempre, asomaba serena por la punta rota de la bota izquierda..

El rostro de Abraham tenía un aspecto nunca visto.

—¡El judío está riendo! —se asombró la oscuridad tras el haz de luz

—Se va a tragar esa risa —contestó la voz de bajo.

De los ojos de Abraham brotaban por sí solas las lágrimas sin que él sintiera nada, ni la caricia ni el dolor; tenía la boca rasgada, como si sonriera por algo y se hubiera quedado con aquella expresión. El capote desabrochado se abrió; el hombre sin saber por qué sujetaba con las manos sus pantalones negros, callaba y miraba la pupila cegadora del ojo abultado.

«De modo que todo se acabó; como me lo suponía —pensaba—. Ni la acuarela, ni el fuego, nunca más los volveré a ver. No tengo salvación, ni una esperanza, es el fin.»

—Eh tú —le avisó la oscuridad. El haz de luz se movió, el ojo se dirigió hacia la izquierda, y recto en la oscuridad, frente a los centinelas, en los orificios de los fusiles, se agazapó ese mismo fin en el que pensaba.

De pronto Abraham se sintió desfallecer y comenzó a caer, los pies no lo aguantaban. Por eso cuando llegó su fin en un destello no sintió nada en absoluto.

La ventisca se alejó en un torbellino por la vía; al cabo de una hora todo había cambiado. La nieve que antes se abatía desde arriba y por los costados dejó de caer. A lo lejos, sobre los campos nevados, se desgarraron las nubes que huían veloces, y de vez en cuando entre los claros asomaba un pedazo de la aureola dorada que envolvía la luna. Caía entonces sobre el campo un reflejo líquido, lechoso, traicionero, los rieles corrían a lo lejos y el montón de escudos adquiría un tono negro y monstruoso. La clara luz de la estación palidecía, pero la luz amarillenta y baja permanecía inalterable. Fue esta luz la primera que vio Abraham cuando abrió los párpados, y la miró durante largo tiempo como hechizado. La luz no se movía, pero los párpados de Abraham se abrían y cerraban, por eso tenía la impresión de que la luz se encendía y apagaba.

Los pensamientos de Abraham eran extraños, pesados, inexplicables y marchitos; pensaba en cómo no se había vuelto loco, en ese asombroso milagro y en la luz amarilla...

Arrastraba los pies como si los tuviera quebrados, avanzaba con los codos sobre la nieve, empujaba el pecho herido, se deslizaba muy lentamente hacia Streltsov; tardó mucho, cinco minutos, en recorrer cinco pasos. Cuando llegó, palpó el cuerpo y se convenció de que Streltsov, cubierto por la nieve, estaba frío, y comenzó a retroceder. Se puso de rodillas, se balanceó y reuniendo todas sus fuerzas se levantó y apretó el pecho con ambas manos. Dio unos pasos, cayó y se arrastró de nuevo hacia la vía sin perder nunca de vista la luz amarilla.

—¿Pero quién es? ¿Quién es, por Dios? —preguntó asustada la mujer asiéndose a la llave de la puerta—. Estoy sola, por Dios, tengo al niño enfermo. Vaya a la estación, váyase.

—Déjame entrar, déjame mujer. Estoy herido —repitió insistentemente Abraham, pero su voz era seca, fina, cantarina. Se agarraba con las manos a la puerta, pero las manos no le obedecían. Temía sobre todo que la mujer cerrara la puerta.

—Estoy herido, me oye —volvió a decir.

—¡Virgen Santísima! —dijo la mujer y entreabrió la puerta.

Abraham se arrastró sobre las rodillas al oscuro interior. Los ojos de la mujer se hundieron en sus cuencas, miraba al hombre que se arrastraba mientras Abraham alzaba los ojos hacia la luz amarilla, la veía ya del todo cerca. La luz crepitaba en un quinqué.

La noche adquirió todo su esplendor poco antes del amanecer. Era una noche cruda, toda sembrada de estrellas. Sobre la tierra sumergida y a lo lejos, tras los bosques mudos, en cruces, en ramos, en cuadrados, las estrellas poblaban el cielo desde el punto más alto hasta el horizonte. El frío, la helada y la radiante aureola en el firmamento en torno a la luna.

En la caseta de la vía hacía un calor sofocante y, como antes, la luz inagotable, amarilla, ardía tenue y crepitaba.

La mujer se hallaba sentada sobre un banco junto a la mesa, no dormía, miraba más allá de la luz, hacia la estufa, donde bajo un montón de harapos y una pelliza de cordero palpitaba entre silbidos el cuerpo de Abraham.

La fiebre avanzaba en oleadas yendo del cerebro a los pies, luego regresaba al pecho y se esforzaba por apagar la vela helada que se había instalado en el corazón. La vela se encogía y dilataba al compás, contando los segundos, marcándolos en silencio y con precisión. Abraham no oía su vela, le llegaba en cambio el cadencioso crepitar de la luz en el quinqué; tenía la sensación de que el fuego vivía en su cabeza, y Abraham se dirigía a él para contarle lo sucedido: el torbellino de la niebla, el quebrado dolor en la mandíbula y el cerebro, Streltsov cubierto por la nieve... Abraham quiso rescatar a Streltsov del montón de nieve y subirlo a la estufa, pero el cuerpo era pesado y difícil de manejar como una estaca clavada en el suelo. Abraham quería arrancar ese fuego amarillo del cerebro que lo martirizaba, pero el fuego se mantenía obstinado en su interior y quemaba todo lo que había dentro de la ensordecida cabeza. La aguja helada del corazón se detenía y el reloj de la vida comenzaba a andar de manera extraña, al revés; entonces, en lugar de la fiebre era el frío el que recorría su cuerpo de la cabeza a los pies, la vela se trasladaba a la cabeza y el fuego amarillo al corazón, y el cuerpo roto de Abraham se estremecía recorrido por un intenso temblor enfrentado y opuesto al compás de la vida, y ya no bastaba con la piel de cordero, y ansiaba con echarse encima todas las pieles hasta llenar la casucha, acurrucarse y estirarse sobre los ladrillos caldeados por el fuego.

Pasaron los años. Y se produjo un acontecimiento tan feliz como inusual: habían traído leña al club. Estaba húmeda, claro, pero también la leña húmeda acaba por arder, y ésta también ardió. La boca de la estufa eructaba monstruosos demonios de fuego, el calor emergía de su interior y su resplandor bailaba sobre una guirnalda seca de abeto, sobre las cintas de un retrato que cubrían un extremo de la barba, sobre el suelo y en la cara de Bronia. La muchacha contemplaba las llamas en cuclillas junto a la misma boca de la estufa, abrazada a sus piernas, y las peludas botas pardas alzaban las puntas y se calentaban con el demonio del fuego. La cabeza de Bronia era del color rojo de las amapolas, siempre cubierta con una cinta atada en un nudo garboso.

Los demás se sentaban en semicírculo sobre sillas desfondadas escuchando lo que contaba Yak Grúzny. Yak había contado con voz grave historias de ataques, de noches de frío infernal, historias de la terrible guerra. Por su relato se veía que Yak era un hombre valiente, ajeno al desánimo. Y en efecto lo era. Al acabar, escupió en un estrecho cubo gris y soltó una voluta de humo pestilente de cigarro podrido y barato.

—Ahora Abraham —dijo Bronia—, que es todo un profesor, también él nos puede contar algo interesante. Su turno, Abraham —dijo con cierto embarazo, porque Abraham, el único nuevo entre los reunidos, recibía de ella el trato de usted.

Un hombre pequeñito, con el pelo erizado como un gorrión, abandonó la fila de atrás y apareció en todo su esplendor ante el reflejo de las llamas. Llevaba una chaqueta guateada, como las que en otro tiempo usaran los mozos de almacén, y unos pantalones extraordinarios, únicos en toda la facultad obrera y quién sabe si en todo el mundo: eran de color marrón con extraños reflejos verdosos, anchos arriba y estrechos abajo. Por alguna razón, nunca cubrían la oreja derecha de su zapato y descansaban sobre él dejando ver a todo el mundo la franja gris de su calcetín.

El dueño de aquellos pantalones era sordo y por eso, siempre con una sonrisa educada y tímida, en las ocasiones necesarias colocaba la palma de la mano sobre el oído izquierdo.

—Su turno, Abraham —dispuso Bronia en voz alta, como lo hacían todos al dirigirse a él—. Seguramente usted no habrá luchado, o sea que explíquenos alguna otra cosa...

El gorrión miró hacia la estufa y conteniendo la voz para no hablar más alto de lo necesario comenzó a contar. Pero finalmente se dejó llevar por las palabras y dirigiéndose a las llamas y a la cinta color amapola de Bronia, comenzó a hablar con pasión. Quería recogerlo todo en su relato, todo: el torbellino de la ventisca, y los repentinos morros de los caballos, y cómo suele brotar el amorfo y terrible pánico cuando te estás muriendo y no hay ninguna esperanza. Hablaba en tercera persona, contaba la historia de dos centinelas del regimiento de guardia, hablaba en tono lastimero alzando las cejas. Contó cómo no remataron a uno de ellos y cómo éste se arrastró siempre derecho hacia la luz amarilla, les habló de la mujer guardagujas, del hospital, del médico que no había dado ni un céntimo por la vida del centinela, y de cómo ese centinela se salvó...

Abraham mantenía la mano izquierda hundida en el bolsillo de la chaqueta y con la derecha señalaba el fuego como si las llamas dibujaran allí la escena. Cuando acabó miró horrorizado hacia la estufa y dijo:

—Ya ven.

Todos seguían callados.

Yak miró con displicencia hacia los pantalones marrones y dijo:

—Sí... Hubo casos así, claro... En Ucrania pasaban cosas así. ¿Y a quién le sucedió eso?

El gorrión tras un momento de silencio dijo avergonzado:

—A mí me sucedió.

Y tras permanecer un rato en silencio, añadió:

—Bien, me voy a la biblioteca.

Y se fue, cojeando como de costumbre.

Todas las cabezas le siguieron y todos miraron largo rato sin apartar los ojos hacia los pantalones marrones, hasta que los pies de Abraham atravesaron toda la sala y se perdieron tras la puerta.

Revista Gudok, 25 de diciembre de 1923.
Traducción de Ricardo San Vicente


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