de Erich Maria Remarque
(Fragmento)
CAPÍTULO
PRIMERO
Nos
encontramos en la retaguardia, a nueve kilómetros del frente. Ayer nos relevaron. Ahora tenemos el
estómago lleno de judías con carne de buey,
estamos saciados y satisfechos. Incluso
han sobrado para esta noche y cada
uno de nosotros ha podido llenar su fiambrera para
la cena. Además hay doble ra- ción
de salchicha y de pan. Esto va bien. Hacía mucho tiempo que no se había presentado un caso como éste; el furriel, con su
cara roja como un tomate, viene en
persona a ofrecernos la comida. Llama
con una seña a todos los que pasan y les sirve una buena ración. Casi está desesperado
pues no sabe cómo vaciar de rancho su caldera. Tjaden y Müller han encontrado
un par de baldes y se los han hecho llenar hasta los topes, como reserva.
Tjaden lo hace por gula, Müller por precaución. Nadie puede explicarse dónde
diablos mete Tjaden tanta comida. El
sigue, como siempre, más seco que un arenque
prensado.
Pero
lo mejor es que también hemos tenido doble ración de tabaco. Diez cigarros,
veinte cigarrillos y dos pastillas para mas- car, a cada uno. Es una cantidad
muy razonable. He cambiado mis pastillas por los cigarrillos de Katczinsky, con
lo que ahora tengo cuarenta. Suficientes para un día.
Si
he de decir la verdad, no nos estaban destinadas tantas provisiones. Los
prusianos no son tan espléndidos. Todo lo debemos a un simple error.
Hace quince días que nos hicieron ir a la primera línea, a re- levar. Nuestro sector estaba bastante en calma y, por esto, el furriel recibió para el día de nuestra vuelta la cantidad habitual de provisiones, y había preparado lo necesario para los ciento cincuenta hombres de nuestra compañía. Pero, sin embargo, el último día precisamente, con gran sorpresa por nuestra parte, la artillería pesada inglesa hizo de las suyas sin parar, ametrallando sin descanso nuestra posición, y causándonos tantas bajas que sólo regresamos ochenta hombres.
Volvimos
por la noche y nos acostamos en seguida para poder, por fin, descabezar un buen sueño; Kat tiene razón; al
fin y al cabo no sería tan desagradable la guerra si pudiésemos dormir un poco más. En primera línea
casi no nos es posible y los turnos
de quince días se hacen muy largos.
Era
ya mediodía cuando los primeros de
nosotros salimos, agachados, de las barracas. Media hora más tarde cada uno había
cogido ya la fiambrera y nos
apiñábamos en torno de su majestad la manduca que, por cierto, despedía un olor
fuerte y apetitoso. Delante, como es natural, estaban los más hambrientos:
Albert, el más pequeño y también el que tiene las ideas más claras de todos
nosotros, cosa que, por cierto, sólo le ha permitido llegar, con mucho esfuerzo, a
soldado de primera; Müller, que
todavía arrastra por todas partes
sus libros de texto y sueña en unos utópicos exámenes (incluso en medio de un
bombardeo se abstrae pensando en sus teoremas de física); Leer, que lleva una enorme barba y siente
una gran predilección por las mujeres de los prostíbulos para oficiales, jura y
vuelve a jurar, refiriéndose a ellas
que, por orden de la Comandancia General, están
obligadas a llevar camisas de seda y que, para los clientes que
sobrepasen el grado de capitán, deben tomar
antes un baño. El cuarto soy yo, Pablo
Baümer. Los cuatro tenemos diecinueve
años, los cuatro hemos salido de la misma clase para ir a la guerra.
Inmediatamente detrás de nosotros están situados nuestros amigos. Tjaden, un cerrajero delgadísimo que tiene nuestra misma edad, el mayor goloso de la compañía. Se sienta a comer seco como un espárrago y se levanta más hinchado que una pulga preñada; Haie Westhus, de la misma edad, un minero que puede, con toda facilidad, meter un pan de munición en su puño y cerrándolo preguntaros: «¿Sabes lo que tengo aquí dentro?»; Detering, un campesino que sólo piensa en su alquería y en su mujer; finalmente, Estanislao Katczinsky, el jefe de nuestro grupo, pícaro, tenaz, desprendido, con cuarenta años, cara terrosa, los hombros caídos y un magnífico olfato para oler el peligro, la buena comida y los escondrijos más seguros.
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