No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El golem

De Gustav Meyrink

(Fragmento)

Sueño

La luz de la luna cae al pie de mi cama y se queda ahí como una piedra grande, luminosa y lisa. Cuando la luna llena empieza a encogerse y su lado derecho a declinar, como un rostro que se aproxima a la vejez, mostrando primero arrugas en una mejilla y demacrándose después, entonces, a esa hora de la noche, se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa. 

No estoy dormido ni despierto, y en ese ensueño se mezclan en mi alma lo que he vivido con lo que he leído y escuchado, como corrientes de diferentes colores y luz que confluyeran en él. 

Había estado leyendo la vida del buda Gotama antes de acostarme, y de mil maneras daba vueltas en mi mente esta frase, empezando de nuevo una y otra vez: «Una corneja voló hacia una piedra que parecía un pedazo de sebo, y pensó: “A lo mejor hay aquí algo apetitoso”. Pero como no encontró allí nada apetitoso, continuó volando. Igual que la corneja que se acercó a la piedra, así abandonamos nosotros, sus seguidores, al asceta Gotama, cuando hemos perdido el gusto por él». 

Y la imagen de la piedra que parecía un pedazo de sebo crece hasta el infinito en mi mente: atravieso el lecho seco de un río y recojo guijarros lisos. De un color azul grisáceo, cubiertos de un polvo brillante, sobre los que cavilo y cavilo, sin saber ni qué hacer con ellos; luego otros negros con vetas amarillas de azufre como los petrificados intentos de un niño por reproducir unas salamandras toscas y moteadas. Y quiero arrojar lejos de mí esos guijarros, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlos de mi vista. Todas las piedras que han desempeñado un papel en mi vida, surgen ahora a mi alrededor. Algunas se torturan desmesuradamente por lograr salir de la tierra y ver la luz, igual que grandes cangrejos ermitaños de color pizarra cuando baja la marea, y como si quisieran emplear todas sus fuerzas en que yo dirigiera mi mirada hacia ellos para decirme cosas de importancia infinita. 

Otras, agotadas, vuelven a caer sin fuerza en sus agujeros y renuncian a decir una sola palabra. De vez en cuando salgo de la penumbra de esos ensueños y vuelvo a ver por un momento la luz de la luna sobre la colcha abombada al pie de mi cama, como una piedra grande, luminosa y lisa, para salir a tientas una vez más en busca de mi vacilante conciencia, tratando sin descanso de encontrar esa piedra que me atormenta, que debe estar en algún lugar oculta entre los escombros de mis recuerdos y que parece un pedazo de sebo. 

Me figuro que en alguna ocasión debió de desembocar a su lado, en la tierra, un canalón, torcido, con los cantos chatos y los bordes comidos por el óxido, y me obstino en construir en mi mente una imagen así, para engañar a mis atemorizados pensamientos y adormecerlos. No lo consigo. Una y otra vez, y una y otra vez, una obstinada voz en mi interior, incansable, como una contraventana que el viento golpea contra la pared a intervalos regulares, afirma con ingenua tenacidad que no es así, que esa no es la piedra que parece sebo. Y no es posible librarse de la voz. Cuando le reprocho por centésima vez que todo eso es secundario, guarda silencio un momentito, pero luego sin que yo me dé cuenta, despierta otra vez y empieza obstinadamente de nuevo: bueno, bueno, está bien, pero no es la piedra que parece un pedazo de sebo… 

Lentamente empieza a apoderarse de mí una sensación insoportable de desamparo. No sé lo que ha pasado después. ¿Es que he renunciado voluntariamente a cualquier tipo de resistencia o es que mis pensamientos me han dominado y me han amordazado? Solo sé que mi cuerpo yace dormido en la cama y que mis sentidos se han independizado y ya nada los une a él… De repente quiero preguntar quién es ahora «yo»; entonces recuerdo que ya no tengo órganos con los que poder hacer preguntas; entonces temo que esa estúpida voz vuelva a despertar y empiece de nuevo el eterno interrogatorio sobre la piedra y el sebo. 

Y en esas me alejo.

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