(Fragmento)
I
-Cuatro -dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo
de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de
vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los
dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el
suelo sucio.
-Cuatro -repitió el Jaguar- ¿Quién?
-Yo -murmuró Cava- Dije cuatro.
-Apúrate -replicó el Jaguar- Ya sabes, el segundo de la izquierda.
Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras,
separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En
años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose
por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún
rincón de] colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía
penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y
destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba
acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.
-¿Se acabó? ¿Puedo irme a dormir? -dijo Boa: un cuerpo y una voz
desmesurados, un plumero de pelos grasientos que corona una cabeza prominente,
un rostro diminuto de Ojos hundidos por el sueño. Tenía la boca abierta, del
labio inferior adelantado colgaba una hebra de tabaco. El Jaguar se había
vuelto a mirarlo.
-Entro de imaginaria a la una -dijo Boa-. Quisiera dormir algo.
-Váyanse -dijo el Jaguar- Los despertaré a las cinco.
Boa y Rulos salieron. Uno de ellos tropezó al cruzar el umbral y
maldijo.
-Apenas regreses, me despiertas -ordenó el Jaguar- No te demores
mucho. Van a ser las doce.
-Sí -dijo Cava. Su rostro, por lo común impenetrable, parecía
fatigado-. Voy a vestirme.
Salieron del baño. La cuadra estaba a oscuras, pero Cava no
necesitaba ver para orientarse entre las dos columnas de literas; conocía de
memoria ese recinto estirado y alto. Lo colmaba ahora una serenidad silenciosa,
alterada instantáneamente por ronquidos o murmullos. Llegó a su cama, la
segunda de la derecha, la de abajo, a un metro de la entrada. Mientras sacaba a
tientas del ropero el pantalón, la camisa caqui y los botines, sentía junto a
su rostro el aliento teñido de tabaco de Vallano, que dormía en la litera superior.
Distinguió en la oscuridad la doble hilera de dientes grandes y blanquísimos
del negro y pensó en un roedor. Sin bulla, lentamente, se despojó del pijama de
franela azul y se vistió. Echó sobre sus hombros el sacón de paño. Luego,
pisando despacio porque los botines crujían, caminó hasta la litera del Jaguar,
que estaba al otro extremo de la cuadra, junto al baño.
-Jaguar.
-Sí. Toma.
Cava alargó la mano, tocó dos objetos fríos, uno de ellos áspero.
Conservó en la mano la linterna, guardó la lima en el bolsillo del sacón.
-¿Quiénes son los imaginarias? -preguntó Cava;
-El poeta y yo.
-¿Tú?
-Me reemplaza el Esclavo.
-¿Y en las otras secciones?
-¿Tienes miedo?
Cava no respondió. Se deslizó en puntas de pie hacia la puerta.
Abrió uno de los batientes, con cuidado, pero no pudo evitar que crujiera.
-¡Un ladrón! -gritó alguien, en la oscuridad- ¡Mátalo, imaginaria!
Cava no reconoció la voz. Miró afuera: el patio estaba vacío, débilmente
iluminado por los globos eléctricos de la pista de desfile, que separaba las
cuadras de un campo de hierba. La neblina disolvía el contorno de los tres
bloques de cemento que albergaban a los cadetes del quinto año y les comunicaba
una apariencia irreal. Salió. Aplastado de espaldas contra el muro de la
cuadra, se mantuvo unos instantes quieto y sin pensar. Ya no contaba con nadie;
el Jaguar también estaba a salvo. Envidió a los cadetes que dormían, a los
suboficiales, los soldados entumecidos en el galpón levantado a la otra orilla del
estadio. Advirtió que el- miedo lo paralizaría si no actuaba. Calculó la distancia:
debía cruzar el patio y la pista de desfile; luego, protegido por las sombras
del descampado, contornear el comedor, las oficinas, los dormitorios de los
oficiales y atravesar un nuevo patio, éste pequeño y de cemento, que moría en
el edificio de las aulas, donde habría terminado el peligro: la ronda no
llegaba hasta allí. Luego, el regreso. Confusamente, deseó perder la voluntad y
la imaginación y ejecutar el plan como una máquina ciega. Pasaba días enteros
abandonado a una rutina que decidía por él, empujado dulcemente a acciones que
apenas notaba; ahora era distinto, se había impuesto lo de esta noche, sentía
una lucidez insólita.
Comenzó a avanzar pegado a la pared. En vez de cruzar el patio,
dio un rodeo, siguiendo el muro curvo de las cuadras de quinto. Al llegar al
extremo, miró con ansiedad: la pista parecía interminable y misteriosa,
enmarcada por los simétricos globos de luz en torno a los cuales se aglomeraba
la neblina.
Fuera del alcance de la luz, adivinó, en el macizo de sombras, el
descampado cubierto de hierba. Los imaginarias solían tenderse allí, a dormir o
a conversar en voz baja, cuando no hacía frío. Confiaba en que una timba los
tuviera reunidos esa noche en algún baño. Caminó a pasos rápidos, sumergido en
la sombra de los edificios de la izquierda, eludiendo los manchones de luz. El
estallido de las olas y la resaca del mar extendido al pie del colegio, al
fondo de los acantilados, apagaba el ruido de los botines.
Al llegar al edificio de los oficiales se estremeció y apuró el
paso. Después, cortó transversalmente la pista y se hundió en la oscuridad del
descampado.
Un movimiento próximo e inesperado devolvió a su cuerpo, como un puñetazo,
el miedo que empezaba a vencer. Dudó un segundo: a un metro de distancia,
brillantes como luciérnagas, dulces, tímidos, lo contemplaban los ojos de la
vicuña. "¡Fuera!", exclamó, encolerizado. El animal permaneció
indiferente. "No duerme nunca la maldita", pensó Cava. "Tampoco
come. ¿Por qué no se ha muerto?- Se alejó. Dos años y medio atrás, al venir a
Lima para terminar sus estudios, lo asombró encontrar caminando impávidamente
entre los muros grises y devorados por la humedad del Colegio Militar Leoncio
Prado, a ese animal exclusivo de la sierra. ¿Quién había traído la vicuña al
colegio, de qué lugar de los Andes?
Los cadetes hacían apuestas de tiro al blanco: la vicuña apenas se
inquietaba con el impacto de las piedras. Se apartaba lentamente de los
tiradores, con una expresión neutra. "Se parece a los indios", pensó
Cava. Subía la escalera de las aulas. Ahora no se preocupaba del ruido de los
botines; allí no había nadie, fuera de los bancos, los pupitres, el viento y
las sombras. Recorrió a grandes trancos la galería superior. Se detuvo. El
chorro mortecino de la linterna le descubrió la ventana. "El segundo de la
izquierda", había dicho el Jaguar. Electivamente, estaba flojo. Fue retirando
con la lima la masilla del contorno, que recogía en la otra mano. La sintió
mojada. Extrajo el vidrio con precaución y lo depositó en el suelo. Palpó la
madera hasta encontrar el cerrojo. La ventana se abrió, de par en par. Ya
adentro, movió la linterna en todas direcciones; sobre una de las mesas de la habitación,
junto al mimeógrafo, había tres pilas de papel. Leyó: "Examen bimestral de
Química. Quinto año. Duración de la prueba: cuarenta minutos”. Las hojas habían
sido impresas esa tarde y la tinta brillaba aún. Copió rápidamente las
preguntas en una libreta, sin comprender lo que decían. Apagó la linterna y
volvió hacia la ventana.
Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil
ruidos simultáneos. "¡Mierda!", gimió.
Había quedado en cuclillas, aterrado. Sus oídos no percibían, sin
embargo, el bullicio salvaje que esperaban, las voces como balazos de los
oficiales: sólo su respiración entrecortada por el miedo. Esperó todavía unos
segundos. Luego, olvidando utilizar la linterna, reunió como pudo los trozos de
vidrio repartidos por el enlosado y los guardó en el sacón. Regresó a la cuadra
sin tomar precauciones. Quería llegar pronto, meterse en la litera, cerrar los
ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se arañó las manos.
En la puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al
paso.
-¿Listo? - dijo el Jaguar.
- Sí.
- Vamos al baño.
El Jaguar caminó delante, entr6 al baño empujando la puerta con
las dos manos. En la claridad amarillenta del recinto, Cava comprobó que el
Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos, de uñas largas y
sucias; olían mal.
- Rompí un vidrio - dijo, sin levantar la voz.,
Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y
se incrustaron en las solapas de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se
tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del Jaguar, odiosos
y fijos detrás de unas pestañas corvas.
- Serrano - murmuró el Jaguar despacio- Tenías que ser serrano. Si
nos chapan, te juro...
Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre
las del Jaguar. Trató de separarlas, sin violencia.
-¡Suelta! - dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia
invisible- ¡Serrano!
Cava dejó caer las manos.
- No había nadie en el patio -susurró- No me han visto.
El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha.
- No soy un desgraciado, Jaguar - murmuró Cava - Si nos chapan,
pago solo y ya está.
El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió.
-
Serrano cobarde -dijo- Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones.
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